En el hinduismo, el sanniasi o sanniasin (‘renunciante’ en idioma sánscrito) es la persona de las castas superiores que se encuentra en la cuarta etapa de su vida, de renunciación a la vida material. El sanniasin es un monje, una persona que vive sin posesiones, practica meditación, y las oraciones según su concepción de Dios. La meta del sanniasin es la liberación (moksha), que puede consistir en una experiencia continua de samadhi o el alejamiento de toda la ignorancia y consiste en permanecer en la realidad universal y última, la cual es también la propia y verdadera identidad de uno mismo. El sanniasi se esfuerza por desarrollar vairaguia (vai-rāgya: ‘sin-deseos’). Renuncia a los pensamientos y los deseos mundanos, y se compromete a llevar el resto de la vida en la contemplación espiritual. A diferencia de los monjes del mundo occidental, cuyas vidas son reguladas por las reglas de un monasterio o abadía, el sanniasin es un solitario y un peregrino (parivrayaka). Los monasterios hindúes (matha) nunca tienen un número grande de monjes que vivan bajo su techo. Los monasterios existen principalmente para propósitos educativos. La ordenación en cualquier orden monacal hindú depende puramente de la discreción del gurú individual (que podría ser por otro sanniasin ordenado dentro de esa orden). Como vemos no existe diferencia significativa entre los sanniasi y los primeros bhikkhus que son descritos en los suttas. El mismo Buddha comenzó así: Colección de Discursos Medios MN 85. Bodhirajakhumara Sutta “Príncipe, antes de mi Iluminación, cuando aún era un Bodhisatta no plenamente iluminado, se me ocurrió este pensamiento: ‘El placer no se obtiene por medio del placer, el placer se obtiene por medio del dolor’. “Más tarde, cuando era joven, un hombre de cabello negro, dotado de la bendición de la juventud, en la primicia de la vida, aunque mi madre y padre desearon otra cosa y derramaron lágrimas, afeité mi cabeza y la barba, me puse el hábito amarillo y salí del hogar para asumir un estilo de vida sin hogar. “Habiendo renunciado, príncipe, en busca de lo que es saludable, buscando el estado supremo de la de paz sublime, fui junto a Alara Kalama y le dije: ‘Amigo Kalama, quiero llevar la vida santa en este Dhamma-y-Disciplina’. Alara Kalama me contestó: ‘El venerable señor se puede quedar aquí. Se afeita la cabeza y barba, se pone el hábito amarillo, asume el estilo de vida sin hogar y va en busca de un gurú. Era lo que había, era la tradición y la forma de proceder en la India del siglo VI AEC. No es nada extraño ni revolucionario. Y siguiendo las mismas normas, su orden de bhikkhus se regía en el mismo marco, donde el Buddha como su gurú ponía las reglas de convivencia y de ordenación. Es decir, el Sangha pertenecía a la clase de renunciantes. Hay que entender que, en ese tiempo, el pueblo apoyaba y mantenía a los renunciantes, de forma que, si se portaban bien y no eran objeto de escándalo, tenían asegurada la comida, los hábitos, las medicinas y algún lugar para pasar la noche. El pueblo, a cambio de su generosidad, recibía méritos. Esto de los méritos resulta evidente si al quien alojas o das de comer es un Noble. Su influencia y su visión del Dhamma pueden ser muy beneficiosas para el anfitrión a quien puede cambiarle la vida con una simple charla. Pero no lo es si a quien alojas es una persona corriente vestida de amarillo. ¿Cómo saberlo? Si lo que buscas es que el pueblo te mantenga un gran grupo de seguidores y en estos hay de todo: gente corriente, sotapannas, sakadagamis, anagamis y arahants lo mejor es que no lo sepan, o el arahant va a sobrarle la comida mientras los demás pasarán hambre. Y lo siguiente es establecer una regla, el Patimokkha, muy estricta para prestigiar a la orden hacia el exterior, pero dirigida a contener a la gente corriente para que no haga desmanes y, si los hace, reprimirles o expulsarles. Los nobles, dependiendo del nivel no necesitan ninguna regla puesto que su comportamiento es ético en sí mismo. El caso es que, externamente, sea muy difícil de distinguir entre nobles y gente corriente. De esta forma se consigue que un grupo numeroso de seguidores tengan la logística asegurada y puedan dedicarse a aprender, a meditar y a liberarse. Hasta aquí resulta evidente que el Buddha lo hizo bien. Pero, 2600 años más tarde en cualquier parte de un mundo enorme que se hace cada vez más pequeño… ¿es procedente la Orden Monástica? Asistiendo a su evolución, que empezó mal desde el mismo momento en el que el Buddha faltó ya que el primer Concilio fue cismático, vemos que la Orden se despejó de Nobles rápidamente. Desde los primeros estadios, la Orden evoluciona según los intereses de los reyezuelos locales, siendo así un elemento más del poder real que se engrandece con Asoka y se apaga con la dinastía Gupta. Un enorme grupo de personas que no saben meditar, cuyas prácticas no son las correctas y a lo que aspiran, en el mejor de los casos es a la virtud, o sea, aparentar ante el pueblo que los mantiene una ética que no tienen, que no les sale, que no les surge. Esto les sirve no solo para vivir sin trabajar sino, además, contando con el favor real, de tener un estatus social elevado, prebendas e influencia. Siendo así que resulta hoy día que el Sangha en los países que la mantienen ha devenido en una especie de Seguridad Social, sirviendo tanto como seguro de desempleo como de jubilación. En boca de uno de ellos, “si te va mal, te metes a monje hasta que te recuperas económicamente y vuelves a la vida laica”. Nos encontramos ante una paradoja: en los países en los que siguen manteniendo económicamente a los renunciantes, el trabajo de bhikkhu es tan absorbente que no les da tiempo para practicar. En los demás, resulta inviable montar una orden que se mantenga sin depender financieramente de los países devotos. Y de quien se depende, se depende. Los occidentales que han tratado de practicar correctamente y se han ido a países asiáticos le lleva a acumular cursos y títulos académicos de nulo valor y a una frustración radical. Por otro lado, occidentales que ingresan en monasterios en Occidente, se encuentran sometidos a las directrices de quienes les mantienen ya que en Occidente no son viables económicamente. En ocasiones lo que se busca ingresando en una orden monástica es aislarse lo más posible del mundo, disminuyendo el estrés. Lo que ni es bueno ni es malo. Porque el estrés se anula mediante la práctica, no encerrándose. Y, como vimos en un capítulo anterior, encerrarse sin saber practicar jhānas puede llevar a enloquecer. Y si sabes practicar jhānas, puedes aislarte aun en mitad de una tormenta. Por tanto… sigue sin ser procedente una Orden. Sigue siendo imprescindible ocupar una buena parte del tiempo en los cinco esfuerzos correctos, eso es así. Y que si estás liberado económicamente es más fácil, es una obviedad. El Dhamma exige tiempo, realmente todo el tiempo. Pero precisamente la práctica del Noble Óctuple Camino requiere hacerlo durante varios meses hora a hora, minuto a minuto, y cuanto mayores sean los estímulos externos que inducen al apego o a la aversión más poderoso se vuelve en su erradicación. Dudo mucho que en solo tres meses alguien encerrado en una cueva o aislado en una selva pueda eliminar el sufrimiento. Cuando salga de allí y se enfrente al mundo, a ver cómo funciona una reprogramación en la que no se programó la vida real. Actualmente, lo óptimo es buscar un equilibrio entre vida laboral normal y práctica meditativa. Una vez avanzados en ella, la vida normal es la mejor arena donde pelear contra el apego y la aversión. Sin duda.
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