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Foto del escritorTomás Morales y Durán

Leyendo la Mente

Cuando lo que se enseña solo sucede en la mente y considerando que lo que uno experimenta no puede ser reproducido en otro, para poder comunicarlo solo podemos conceptualizarlo asociándolo a etiquetas asociadas a experiencias previas compartidas con el receptor; solo así puede hacerse.

Por ejemplo, si hablo del Amazonas y el oyente no sabe qué es, lo defino como un río, una etiqueta que nombra a los cursos de agua, que muy caudaloso, y nos referimos a algo que transporta mucho caudal, o cantidad de agua, así el receptor imagina que el Amazonas es un caudal con mucha agua. Luego podemos hablar de árboles, de selva, de animales…

Todas esas etiquetas relacionan a experiencias que ambos comparten. Si, por ejemplo, decimos que el Amazonas es inverso, es una etiqueta que el receptor no puede asociar a un curso de agua a no ser que sea contrario a algo, o cualquier otra cosa. Esto necesita aclaración y se hace con nuevos conceptos comunes.

Es decir, la transmisión se hace mediante conceptos complejos o simples, siendo los primeros compuestos de simples. Una explicación requiere que los conceptos tanto del emisor como del receptor apunten a similares experiencias.

Pero cuando lo que sucede tanto del lado del emisor como del receptor solo sucede en la mente, no puede mostrarse, no es posible la asociación, de forma que las explicaciones del emisor no pueden ser entendidas por el receptor, a no ser que el receptor haya tenido ya esas experiencias. Y viceversa.

El proceso de aprendizaje necesita de un receptor que entienda lo que el emisor comunica y que el emisor de la información tenga una retroalimentación del receptor para saber que se ha entendido.

Si una persona quiere transmitir a otra un conocimiento sobre algo que solo sucede en la mente, previamente debe haberlo experimentado. Si solo lo ha leído o se lo han dicho, no puede saber qué es y a lo más solo podrá hacerse una idea vaga sobre de qué pudiera tratarse. Lo siguiente es dar una explicación amplia al oyente para que lo llegue a entender y, por último, confirmar que se ha enterado.

Para poder enseñar esta clase de objetos es imprescindible echar mano de una de las abhiññās: saber leer la mente del oyente. Leer la mente no consiste en “oír” sus pensamientos, sino en qué estado está su mente, si está confuso, si está concentrado, si está disperso, etc. Estando junto a él se puede comprobar si verdaderamente ha comprendido, y no solo eso. Además, se sabe si está haciendo los ejercicios propuestos correctamente, segundo a segundo, solo con ver sus respuestas corporales.

De forma similar, también se puede saber cual es el estado de una mente al leer lo que ha escrito en el momento de hacerlo. Esto sirve, por ejemplo, para saber si el autor de un texto realmente ha experimentado lo que dice o simplemente está expresando vaguedades o inexactitudes. Sirve así para examinar textos de igual forma que cualquier profesor de matemáticas sabe si su alumno sabe o no sabe matemáticas al leer la resolución de un ejercicio. Porque en la enseñanza del Dhamma el salón de clases es la mente del oyente, los cuadernos de ejercicios y los libros están ahí. Si el maestro, por muy calificado que sea, no puede entrar en el salón de clases, en el aula, no hay enseñanza.

Un Buddha posee ambas cualidades, experimenta el Dhamma a la vez que puede leer la mente.

Cuando alguien clama que el Buddha es su maestro no cabe por más que imaginar en qué modo el Buddha está a su lado viéndole y explicándole de forma que compruebe que lo comprende o que es inútil, que la mente del discípulo está cerrada para recibir la enseñanza o simplemente que jamás lo logrará.

Un Buddha muerto no es maestro de nadie. No puede, porque no existe.

Es tan absurdo como rezar a Dios para que le salve.

Y no menos absurdo que ver a una persona no iluminada, que no ha experimentado jamás el Dhamma, tratar de enseñarlo.

Y lo que roza el máximo ridículo es tratar de enseñar el Dhamma sin conocerlo y sin saber leer en la mente del discípulo, como tantos y tantos “maestros”.

Lo bueno que tiene el ridículo es que encanta a los ignorantes, solo a los ignorantes; pero como son tantos…

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