Aunque a primera vista pueda resultar sorprendente, dejar de sufrir no es especialmente difícil. Y las recetas para hacerlo es de lo más lógicas y sencillas de hacer.
El sufrimiento se produce cuando las cosas no salen como las hemos deseado. Esto sucede porque las cosas están condicionadas por sus propias causas.
No entender esto, que todo está condicionado, es la raíz del problema.
Me explico, si tratamos la realidad como objetos que tenemos en la mente, a estos objetos les podemos dar las propiedades que queramos y podemos imaginar que se comportarán como nos sea más agradable. Esta forma de actuar es propia de gente dormida en su propio sueño conceptual, en su pesadilla de sueños que se pueden cumplir con solo imaginarlo y desearlo.
Vivir con los ojos cerrados condiciona que cuando imaginemos como serán las cosas en el futuro, las podamos comparar con una perspectiva previa que nos parecerá “agradable”. Es obvio que si no imaginamos el futuro nada es agradable ni desagradable, igual que si no esperamos nada de él, o si ya sabemos previamente qué sucederá.
Si sabemos como acaba la película no nos decepcionaremos si el protagonista muere, porque ya lo sabemos. De igual forma, si la película la vemos como lo que es, una película, algo que no es real tampoco nos decepcionará el futuro del héroe. Nos dará lo mismo. Si la película nos aburre y, directamente, pasamos de ella, lo que le pase al protagonista nos será indiferente.
Es decir, quien se despierta del sueño de los conceptos no sufre porque no tiene nada por lo que sufrir. En suma, la raíz última del fin del sufrimiento es lo que llamaremos “sabiduría” que no es más que ver la realidad como es, no como la imaginamos o nos sueña.
Aunque no lleguemos a despertar completamente, se puede dejar de sufrir de formas más accesibles, aunque más trabajosas.
La segunda receta es menos radical, pero muy efectiva.
Consiste en no identificar ningún fenómeno como agradable o desagradable, el fin de lo que el buddhismo tradicional llama “la sensación”.
Como resulta que definimos algo como “agradable” a aquello que nos hace felices, y “desagradable” a lo que nos quita felicidad, resulta que, si sustraemos la felicidad de la ecuación, nada nos puede hacer felices ni infelices, o sea, nada hay que sea agradable o desagradable.
La felicidad es la reacción de cerebro a la generación de un neurotransmisor llamado serotonina, y la infelicidad a su retirada. O sea, querer ser felices es lo mismo que un alcohólico que quiere estar borracho. Si lo consigue luego viene la resaca o cruda. Y lo mismo con la serotonina.
La adicción a la felicidad es tan perversa como la adicción a cualquier droga dura, con el agravante de que la sociedad promueve esta adicción y sus efectos son terribles porque hablamos del sufrimiento. Y sufrir es terrible, diríamos que es lo más terrible.
La serotonina puede generarse de dos formas, una mala y otra no mala. Si se dispara indirectamente porque el cerebro premia una conducta en función de los sentidos, refuerza este mecanismo ancestral y engancha, de forma que, si no tenemos esos estímulos placenteros, el cerebro protesta recaptando serotonina y haciéndonos sufrir. Además, las conductas que el cerebro, que es ciego, premia no lo hace analizando la realidad sino por mecanismos genéticos que premian la inmediatez de conseguir lo relacionado con bienestar, con sexo o comida. Es evidente que premiar lo inmediato nos puede conducir a situaciones realmente desagradables a medio y a largo plazo. Algo que estos mecanismos prehistóricos no están diseñados para valorar.
Lo agradable y lo desagradable caen dentro del ámbito del cerebro reptil, que subyace al mamífero y al neocórtex humano. Portarse respecto a la gratificación inmediata de la felicidad es actuar con la inteligencia de un lagarto primitivo.
La forma “buena” consiste en generar directamente la serotonina cuando y cuanto queramos con solo concentrarnos mínimamente. Este disparo, al no estar condicionado por nada, no engancha, no condiciona y no nos obliga a actuar de ninguna forma irracional. De hecho, cuanto más fácil resulta dispararla menos ganas se tienen de hacerlo.
La forma de atacar esta dependencia tiene dos pasos.
El primero consiste en aprender a disparar la serotonina a voluntad. Esto es algo que se puede aprender en unos minutos y se hace enseguida. Con ello tendremos un sustituto gratuito y sin efectos secundarios a disposición.
Si durante unos dos o tres meses mantenemos unos niveles altísimos de serotonina en el cerebro, a éste le será muy difícil convencernos para hacer tonterías a cambio de felicidad. Es decir, provocaremos una hiperinflación de felicidad.
Aquí, se puede recurrir a tres ejercicios budistas para incrementar la tasa de serotonina, aunque esto no es especialmente muy ortodoxo recomendarlo. Es lo que se llama Mettā, Karuṇā y Muditā. O sea, el amor incondicional que nos hace felices, la compasión que nos hace felices y la felicidad que nos da la felicidad de los demás.
Este cóctel de entradas de felicidad acaba desbordando al sistema límbico de forma que al no valer nada la felicidad, la frontera entre lo agradable y lo desagradable se difumina. Nada desagradable nos puede quitar felicidad y nada agradable nos puede dar felicidad si estamos ya saturados de felicidad.
Ya puestos en este estado, solo queda hacer un proceso conductista de desprogramación. Analizaremos momento a momento con atención plena cada cosa que nos hace felices y simplemente la evitaremos, hasta que la tendencia a generar felicidad se vaya poco a poco disipando. De igual forma, agarraremos lo desagradable con la confianza de que no nos puede hacer sufrir. A base de hacerlo durante 66 o 90 días, depende de las personas, llega el momento de que nada es agradable ni desagradable porque ya no nos hace felices en absoluto.
Si nada nos hace felices nada nos puede hacer felices, de igual forma si nada nos hace infelices, nada nos puede hacer sufrir.
El tercer método, es más penoso, complicado y arduo, aunque también funciona. Es el llamado “Noble Óctuple Sendero” y fue un descubrimiento del Buddha.
Es un método mucho menos radical, y, por tanto, no es tan elegante como los dos anteriores.
Se basa en erradicar el deseo.
Y ¿Qué es el deseo?
El deseo es una conducta que produce cuando imaginar una situación y adherirse a ella como si hacerlo fuera real, nos da felicidad.
Es evidente que el deseo necesita ignorancia y adicción a la felicidad. Si vemos la realidad como es y la comprendemos no se nos ocurre imaginar situaciones improbables y menos aun adherirnos a ella porque sabemos que eso no las condiciona, porque no somos víctimas del pensamiento mágico. También necesita de la felicidad porque nadie se adhiere a algo indiferentes. Lo que es indiferente no nos mueve. Y sin felicidad todo es indiferente.
Bien, si no somos capaces de ver la realidad como es y ni siquiera nos hemos desenganchado de la adicción a la droga llamada serotonina, aún existe la forma de no sufrir atacando al deseo.
Repito que este es el método menos eficiente y elegante. Pero sirve.
El “Noble Óctuple Sendero” se resume como un tratamiento conductista que tiene como fin erradicar el deseo. Y ya sabemos que sin deseo no hay sufrimiento.
Este método lo describió muy claramente el Buddha en el Sutta de los Cuarenta Factores, un sutta olvidado o malinterpretado durante miles de años por el clero budista.
Este método consiste en un grupo consecutivo de ocho (más bien nueve) acciones cíclicas, por lo que se representa como una rueda de ocho radios. El esquema cíclico es porque es un proceso de mejora continua donde cada vuelta lo que conseguimos es saber mejor qué es lo “correcto” y que no es lo “correcto”.
El primer radio es el entendimiento correcto. Inicialmente proponemos una determinada conducta como “correcta’ y, después de completar el ciclo comprobaremos si lo era o no.
El paso siguiente es la intención correcta que consiste en ponerse a hacer el ejercicio. El Noble Óctuple Sendero necesita de unos 90 días de acción ininterrumpida y continua para desprogramar el cerebro contra del deseo.
El tercer paso es sencillo, la acción correcta. Evitamos aquellas conductas que siempre se realizan por apego y/o aversión, y nunca sin estar motivadas por esto. Matar, robar, tener relaciones sexuales incorrectas son las tres cosas que directamente evitaremos sin tener que valorar nada más.
El cuarto paso es más sutil y necesita más esfuerzo: la recta palabra. Mentir se hace por apego o aversión, así como usar la palabra para herir con la intención de hacer daño. Los chismorreos, la maledicencia, la mentira solo se hacen motivados por el apego o la aversión. Y simplemente se identifican y se evitan.
El quinto paso es el verdaderamente complicado. Es el modo de vida correcto, consistente en valorar si lo que hacemos que no es nada de lo anterior, lo hacemos realmente porque es conveniente y no movidos por el apego o la aversión. Comprar una bolsa de papas fritas es un ejemplo. Si tenemos la intención de comprarlo por deseo se identifica fácilmente imaginando si no hacerlo nos causa aversión. Si es así, inmediatamente se inhibe la compra. Se asemeja a educar a un niño caprichoso. Solo se le da aquello que realmente necesita o es conveniente y se le prohíbe con firmeza cualquier capricho tonto.
Para este paso son necesarios otros dos radios de la rueda: la atención correcta, sexto radio, y el esfuerzo correcto, séptimo radio. Esto es evidente: la atención sirve para que no se nos pase ningún estímulo que nos induzca a una conducta. Si no usamos la atención, el cerebro seguirá haciéndose el caprichoso solo con distraernos con otras cosas. Es evidente que el uso de alcohol u otros intoxicantes que inhiben la atención se deben evitar totalmente. Y como este ejercicio es constante y debe duran esos 90 días, el esfuerzo correcto es vital. Sin él nos cansamos y el cerebro no lo descondicionamos.
Todos estos radios, juntos, son lo que constituye la concentración correcta. Se tienen que dar todos simultáneamente, y no por partes, como sugieren cierta gente.
Aquí podemos, si queremos, introducir la meditación llamada de concentración o Jhānas, porque estas inhiben el pensamiento no deseado, por lo que podemos hacer el ejercicio de forma correcta sin que la mente nos lleve de un lado a otros por pensamientos que se asemejan a virus mentales y que solo buscan ofrecernos deseo o aversión.
Cualquier “meditación” cuya finalidad no sea dejar de pensar si no se quiere pensar durante todo el día para dejar de sufrir, simplemente no sirve.
Por último, todo el grupo nos lleva a la sabiduría correcta que es saber mejor que al principio que es lo que nos funciona o no. Y vuelta a empezar al entendimiento correcto.
Con este sistema, descondicionamos al cerebro para no reaccionar ante el deseo, o apego o aversión, por lo que nada nos hará sufrir.
Estas tres formas son, en resumen, tres vías para dejar de sufrir, y solo dependen de que quieras ponerlas en práctica. Ahora que, si prefieres seguir durmiendo en tu estúpida pesadilla, u optas por seguir enganchado como un zombi de la felicidad o gastando todo tus tiempo, energía y dinero en desearlo todo como un niño caprichoso, es tu elección: estarás sufriendo porque tú quieres, por idiota, por drogodependiente o por puro capricho.
Así no querrás que te trate con compasión.
Lo más que conseguirás de mí es una buena patada a ver si despiertas.
© 2018. Tomás Morales y Durán
El Buddha Desnudo
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