Aunque es cierto que 360 millones de años es mucho tiempo; aunque nos puede parecer que han sucedido grandes cambios desde el final del período Devónico cuando los mares, ríos y lagos estaban llenos de vida mientras que la tierra era el reino de las plantas primitivas y carecía de vertebrados, y el Ichthyostega salió del agua impulsado con sus extremidades anteriores, los cambios no han sido tan importantes.
Era un ambiente de extensos pantanos desarrollados con musgos, helechos, colas de caballo y calamitas del carbonífero cuando los artrópodos evolucionaron e invadieron la tierra donde proporcionaron alimento a los anfibios carnívoros que comenzaron a adaptarse al entorno terrestre.
No había otros tetrápodos en la tierra y los anfibios estaban en la parte superior de la cadena alimenticia. Sus pulmones mejoraron y sus esqueletos se volvieron más pesados y fuertes, más capaces de soportar el peso de sus cuerpos en tierra. Desarrollaron manos y pies con cinco o más dedos; la piel se volvió más capaz de retener los fluidos corporales y resistir la desecación.
Todavía necesitaban volver al agua para poner sus huevos sin cáscara fue el desarrollo del huevo amniótico el que impide que el embrión en desarrollo se seque, lo que permitió que los reptiles se reprodujeran en la tierra y lo que llevó a su dominio en el período que siguió.
La adaptación al nuevo entorno, al cambio de sus sistemas vitales, de sus sentidos, de alimentación y modo de locomoción se produjeron en el cerebro que evolucionó hasta convertirse en un órgano mucho más grande y complejo de lo que había sido nunca. Hasta ese momento, el cerebro de los vertebrados producía neuronas a partir de células madre que se dividían de manera ‘directa’.
Sin embargo, en los mamíferos se dio el cambio a una neurogénesis ‘indirecta’, lo que les permitió fabricar muchas más neuronas y tener una corteza cerebral mucho más compleja, aunque el cerebro central seguía siendo el mismo. Este cambio evolutivo se produjo sin necesidad de que surgieran nuevas proteínas, sino con las que ya tenían todos los vertebrados. Realmente es suficiente con cambiar la cantidad de proteínas para que el número de neuronas y, por tanto, el tamaño del cerebro y su complejidad pueda ser muy diferente.
En otras palabras, tu cerebro es el de una rana que ha sufrido una proliferación de neuronas producida por la exuberancia de proteínas debido a un pequeño cambio en cantidad de expresión de los genes (Robo y DII1) directamente implicados en la generación de neuronas.
Ahora lo vamos a ver desde el punto de vista funcional.
Tenemos un cerebro de rana rodeado de estructuras neuronales que lo cobijan.
Esta aseveración es radicalmente es diferente a la creencia antropocéntrica generalizada de que disponemos de un fantástico cerebro que “aún” conserva un cerebro ancestral anfibio que está ahí porque… ¿por qué? ¿por qué tenemos el cerebro de una rana dentro del nuestro? ¿qué hace ahí?
La realidad es que somos una rana a la que se le ha acoplado defectuosamente un cerebro humano.
Veamos esto.
Usemos el experimento mental de la rana.
Tenemos una olla en el fuego con el agua hirviendo. Si arrojamos una rana, ésta saltará, aunque caiga en la lumbre. Ni se lo piensa.
Igual, tenemos una olla en el fuego, pero esta vez el agua está templada. Si depositamos en ella a una rana esta se sentirá muy cómoda y no se moverá. Según vaya subiendo la temperatura la rana seguirá sin moverse hasta su total cocción.
El primer caso es una reacción de aversión. La rana salta sin pensárselo dos veces, lo que la lleva a sufrir en el fuego.
El segundo caso es una reacción de apego. La rana se queda porque estuvo cómoda y sigue aferrada a esa sensación, lo que la lleva sufrir una muerte por cocción.
Las pobres ranas sufren.
Es obvio que tanto la aversión como el apego se basan en la ignorancia: a fin de cuentas, es sólo una pobre rana.
Como tú.
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