La existencia de un valor es el resultado de la interpretación que hace el sujeto de la utilidad, deseo, importancia, interés, belleza del objeto. Es decir, la valía del objeto es en cierta medida, atribuida por el sujeto, en acuerdo a sus propios criterios e interpretación, producto de un aprendizaje, de una experiencia, la existencia de un ideal incluso de la noción de un orden natural que trasciende al sujeto en todo su ámbito.
Los valores, por tanto, están en función de las impresiones subjetivas de agrado o desagrado, que las cosas nos producen a nosotros y que nosotros proyectamos sobre las cosas.
La vida no se escapa de esta definición.
Para analizar un valor, podemos acudir al criterio del análisis fundamental, que es una metodología de análisis de valor que pretende determinar el auténtico valor del título o acción, llamado valor fundamental. Este valor se usa como estimación de su valor como utilidad, que a su vez se supone es un indicador del rendimiento futuro que se espera del mismo.
Para ello nos vamos a proyectar hacia la perspectiva escatológica (del griego antiguo éskhatos: ‘último’ y logos: ‘estudio’), o sea, desde el análisis de las «realidades últimas», es decir, sobre más allá de la muerte.
Tomando perspectiva, una vida no es más que cada uno de los innumerables estados por el que pasa toda existencia. Imaginemos una molécula de agua. Existe. Pero cada vez existe de una manera diferente. Una vez fue río, otra fue lluvia, otra fue fango, la siguiente fue lechuga. Después fue vaca, luego filete, luego humano, luego fue orín, después cloaca, después fue mar, después fue krill, luego ballena, luego…
Si le preguntas a la molécula de agua qué importancia le dio ser humana te dirá que lo fue tantas veces que no puede recordar una vida determinada. Que prefiere no acordarse porque, si no, la existencia sería insoportable.
Pues la molécula de agua tiene una existencia mucho más limitada de la que tiene cualquiera. De hecho, lo único que puede ser reseñable sería la posibilidad de escapar de ese ciclo sin fin, pero que, como no lo recuerda prefiere creer que cada vida aparece de la nada y se va a la nada, o a cantarle al Dios barato de Josías, ese que como no tenía presupuesto para estatua dijo que era invisible. Y no un rato, no. Para siempre.
Por arte de magia las cosas salen de la nada y regresan a la nada.
Pero, quizás, sea más sencillo no ver más allá porque el vértigo del Samsara da nauseas. Y todos saben que las nauseas existenciales son terribles. Ante la náusea, lo mejor es refugiarse en la mentira.
La mentira es la caja mágica donde se refugian los humanos para poder soportar su existencia.
Con todo esto, solo hay dos clases de existencias, la del noble que está dañada y acabará destruida y la de la servidumbre de los hijos del Māra, los condenados a vagar.
Así que, en realidad las únicas vidas con valor intrínseco, como decíamos con perspectiva de valor son aquellas que tienen la posibilidad de llegar a la nobleza y de quien puede facilitárselo. Y solo por eso. Lo demás la vida es una boñiga en un rosario de mierda.
Si nos sumergimos en la mentira existencial del humano moderno, un esfuerzo que hay que hacer para entender su tontería, el valor de la vida está sujeto a interpretación social. Y a la moda, por supuesto.
No vale lo mismo la vida de un presidente querido, que la de un negro drogadicto de las calles de Baltimore. Y menos aún la vida de una víctima de la “violencia de género” que la del ahorcado que se suicida en silencio. Cotiza mucho más la vida de un asesinado en un acto terrorista que la del niño que flota en medio del Mediterráneo porque no cabía en la patera.
Y esto ¿Por qué?
Es evidente, hay vidas que se les saca rendimiento y a otras que no. Es más, mejor no sacárselo porque puede ser incluso contraproducente. Fabricamos bombas porque son bonitas, y son inteligentes y son competitivas en el mercado y, además, crean muchos puestos de trabajo a padres de familia que dan de comer a sus hijos carne y de beber sangre, ambas de niño yemení.
Pero mejor, no miramos. ¿Verdad?
La vida humana, como las demás, cotiza según la agenda de los grupos de presión. Esos que imponen valores diferentes a la igualdad entre los seres humanos. Esas que hacen más iguales a unos que a otros.
Visto así, da asco. Pero no mucho. Más nauseas da la verdad, porque suicidarse no hace más que empeorarlo todo… si eso fuera posible.
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