La máquina generadora de los mayores conflictos después de la Segunda Guerra Mundial se alimenta de un arsenal de mentiras ridículas impuestas a sangre y, eso sí, dinero, mucho dinero. Esta ametralladora de mentiras se basa en tonterías como estas:
Los judíos son una raza… MENTIRA
Los judíos provienen de Palestina… MENTIRA
Solo se es judío si la madre es judía… MENTIRA
Los judíos se dispersaron en la diáspora… MENTIRA
El nacionalismo judío es judío… MENTIRA
El judaísmo no era una religión proselitizadora … MENTIRA
Moisés sacó a los judíos de Egipto… MENTIRA
Los judíos emigraron a Canaán… MENTIRA
David y Salomón reinaron en Israel… MENTIRA
Los judíos descienden del reino de Israel… MENTIRA
La Torá la escribieron los israelitas… MENTIRA
El monoteísmo es un concepto religioso… MENTIRA
La Biblia es una obra religiosa… MENTIRA
El pueblo judío es un concepto antiguo … MENTIRA
La diáspora judía se produjo tras la destrucción del Templo… MENTIRA
Podríamos seguir poniendo mentiras sobre mentiras acerca de los que se sabe de los judíos. De los judíos de mentira.
Antes de nada, debemos explicar los diferentes “tipos” de judíos que, aunque se llamen judíos, ni se parecen e incluso existen actitudes supremacistas de unos contra los otros.
La mayor parte de los judíos pertenecen al grupo Askenazi, que supone un 75% del total. Son de lengua germánica, el Yiddish, y con tradiciones y costumbres propias. Son judíos del rito alemán.
En contraste están los Sefardíes, o judíos del rito español, que incluyen tanto a los sefardíes de origen en la península ibérica como a los procedentes de Levante, Oriente Medio y el Magreb, los Mizraim, que adoptaron este rito de los sefardíes cuando aquellos salieron de España y Portugal y se fundieron con estas comunidades.
El idioma yiddish tiene más de 1.000 años e incorpora elementos alemanes, eslavos y hebreos. El punto de vista prevaleciente afirma que el yiddish tiene un origen alemán, mientras que el punto de vista opuesto postula un origen eslavo con fuertes sustratos iraníes y turcos débiles. Una de las principales dificultades para decidir entre estas hipótesis es el origen geográfico desconocido de los judíos askenazis de habla yídish (AY).
Un análisis de 393 askenazis, iraníes y judíos de montaña y más de 600 genomas no judíos demostró que los griegos, romanos, iraníes y turcos exhiben la mayor similitud genética con los AY. El análisis de la Estructura de la Población Geográfica localizó la mayoría de los AJ a lo largo de las principales rutas comerciales primarias en el noreste de Turquía adyacentes a las aldeas primitivas con nombres que pueden derivarse de «Ashkenaz».
Los judíos iraníes y de las montañas estaban localizados a lo largo de los comercios en la frontera oriental de Turquía. La pérdida de haplogrupos maternos fue evidente en los AY que no hablaban yiddish. Nuestros resultados sugieren que los AY se originaron a partir de una confederación eslavo-iraní, que los judíos llaman «ashkenazic» (es decir, «escita»), aunque estos judíos probablemente hablaban persa y / u osetio. Esto es compatible con la evidencia lingüística que sugiere que el yiddish es un lenguaje eslavo creado por los comerciantes judíos irano-turco-eslavos a lo largo de la Ruta de la Seda como un lenguaje comercial críptico, hablado solo por sus creadores para obtener una ventaja en el comercio.
Más tarde, en el siglo noveno, el Yiddish experimentó la relexificación al adoptar un nuevo vocabulario que consiste en una minoría de alemán y hebreo y una mayoría de elementos germanoides y hebroides recién acuñados que reemplazaron a la mayoría de los vocabularios originales eslavos orientales y sorbios (los sorbios son un pueblo eslavo occidental reconocido en Alemania como minoría nacional, en la Alta y Baja Lusacia en los estados federados de Sajonia y Brandeburgo), manteniendo el original gramáticas intactas.
El lenguaje es el átomo de una comunidad, la molécula que une su historia, cultura, comportamiento e identidad, y el compuesto que une su geografía y genética. Por lo tanto, no es sorprendente que el origen de los AY siga siendo el tema más enigmático y menos explorado de la historia. Dado que los enfoques lingüísticos utilizados para responder a esta pregunta han proporcionado hasta ahora resultados no concluyentes, analizamos los genomas de los AY de habla yiddish y no yiddish en busca de sus orígenes geográficos. Rastreamos casi todos los AY hasta las principales rutas comerciales primarias en el noreste de Turquía adyacentes a las aldeas primitivas, cuyos nombres pueden derivarse de «Ashkenaz». Concluimos que los AY probablemente se originaron durante el primer milenio cuando los judíos iraníes judaizaron a las poblaciones grecorromana, turca, iraní, del sur del Cáucaso y eslava que habitaban las tierras de Ashkenaz en Turquía. Nuestros hallazgos implican que el Yiddish fue creado por mercaderes eslavo-iraníes de religión judía que recorren las rutas de la seda entre Alemania, el norte de África y China.
Esto choca frontalmente contra la mentira que sustenta lo que ellos creen que son: un pueblo que, aunque disperso, comparte un vínculo étnico–racial arraigado en su ascendencia ancestral común de los judíos indígenas de la antigua Judea o Palestina, como los romanos la llamaron después de conquistar la patria judía.
Eran Elhaik, un judío israelí de Beer Sheva, investigador postdoctoral de la Universidad John Hopkins, ha demostrado que las raíces de los judíos Askenazi se encuentran en el Cáucaso – una región en la frontera de Europa y Asia que se encuentra entre los mares Negro y Caspio – no en el Oriente Medio. Ellos son descendientes, según él, de los jázaros, un pueblo turco que vivía en uno de los mayores estados medievales en Eurasia, que se convirtieron en masa al judaísmo en el siglo VIII y emigraron a Europa del Este en los siglos XII y XIII.
La conversión generalizada por los jázaros es la única manera de explicar la explosiva ampliación de la población judía europea a 8 millones a principios del siglo XX desde su pequeña base medieval. Las versiones sostienen que los pocos judíos que emigraron de Oriente Medio a Centroeuropa se pusieron a hacer hijos compulsivamente.
Los datos genéticos publicados por un equipo de investigadores dirigido por Doron Behar, un genetista de población y médico jefe del Centro Médico Rambam de Israel, en Haifa demuestra que, por el contrario, los judíos Mizrahi están estrechamente relacionadas con otras poblaciones no judías del Levante, o del Mediterráneo Oriental.
“Antes, decir que los judíos eran una raza era antisemita, ahora decir que no son una raza es antisemita”, cuando lo que realmente sucede es que los AY, askenazis de habla yiddish de origen turco están oprimiendo a los semitas palestinos. En resumen, resulta que tres de cada cuatro judíos no son semitas, sino simplemente antisemitas.
Otra prueba evidente de las diferencias genéticas es la mancha mongola.
La mancha mongólica (MM), también llamada melanocitosis dérmica congénita, suele aparecer en el nacimiento o durante las primeras semanas de vida. Aumenta en los 2 primeros años y después desaparece de modo gradual. A los 10 años la mayoría de estas manchas han remitido; si la mancha se mantiene en la edad adulta, se denomina MM persistente (3-4% de los orientales). Su frecuencia, similar en ambos sexos, varía entre los distintos grupos raciales. El término «mancha mongólica» se debe a su frecuencia elevada en las razas orientales, sobre todo en los mongoles, en quienes aparece en el 90% de los recién nacidos.
Clínicamente, se presenta como una o varias máculas de morfología angulada, redonda u ovalada. El tamaño varía entre 1 y 20 cm y los bordes están mal definidos (las más grandes están mejor delimitadas). Tienen una coloración homogénea azul grisácea que no se acentúa en la exploración con lámpara de Wood. En personas de piel oscura adopta un tono verdoso. La localización clásica es la región lumbosacra y las nalgas. Se conoce como MM aberrante cuando se presenta en áreas atípicas, como la espalda, los hombros, el cuero cabelludo y las extremidades. Ésta es más probable que persista en la edad adulta.
Porcentaje de bebés que nacen con mancha mongólica según el origen:
Etnia asiática, entre un 85 a un 90% de los bebés recién nacidos.
Raza negra entre 85 a un 90% de los bebés recién nacidos.
Indios americanos, entre un 80 a un 85% de los bebés recién nacidos.
Éste de África, (en esta zona de África disminuye el número de casos para la raza negra), entre un 80 a un 85% de los bebés recién nacidos.
Sudamérica, sobre un 45% de los bebés recién nacidos.
Europa, zona del Mediterráneo, sobre un 40% de los nacimientos.
Resto de Europa, en el 20% de los nacimientos.
Raza caucásica, del 5 al 10 % de los casos, siendo los que menos la padecen.
La mancha mongólica fue detectada en la zona de Mongolia (entre la zona Este y central de Asia) por Erwin Bälz en el siglo XIX, y es el quien la bautiza como “mancha mongólica” por el área donde la detecto y porque era más habitual en esta zona que otras partes del mundo. Actualmente el índice ha variado aumentando en la raza negra igualando así a los asiáticos.
Pues bien, los AY no tienen MM, mientras que es prevalente en las poblaciones de Medio Oriente y entre los judíos Mizraim.
Por tanto, la mayoría de los judíos no provienen de Palestina, y en el pasado han existido procesos de judeización masivos, como el de los jázaros, y también durante el Imperio Romano. No hubo tal diáspora como se dice, sino que los judíos que aparecen repartidos por las orillas del Mediterráneo son en su mayoría gente que abrazó la religión judaica.
El nacionalismo judío es una moda askenazi contagiada del nacionalismo romántico alemán con el que compartía espacio físico en el siglo XIX, con la diferencia de que ellos pusieron los ojos en Palestina como tierra de “retorno” u hogar nacional. Es imposible retornar a donde jamás se ha estado (podrían retornar a las estepas centroasiáticas turcomanas o así), pero el romanticismo tiene lo que tiene. Esta idea ha resultado ser una mala idea, peligrosa y que ha traído muerte, destrucción y pobreza a la humanidad. También nace de ahí la idea del “antisemitismo” sin semitas, otra mentira curiosa.
Estas mentiras, agrupadas en lo que se llama “sionismo” cuyos fundadores son jázaros antisemitas se apoyan en el dominio monetario que les proporciona ser los dueños casi en exclusividad de la Reserva Federal. Esta es un club de bancos privados, casi todos jázaros, y que detenta la soberanía del dinero en los Estados Unidos. Son los dueños del dólar americano, moneda cuyo valor está determinado por la obligatoriedad de su uso para el comercio del petróleo mundial y apoyado en el poderío militar de los Estados Unidos.
Por otra parte, ser los mayores propietarios de la deuda de los Estados Unidos les sirve para mantener secuestrado y parasitado a ese país, y es la razón de su inmenso volumen y crecimiento. No es de extrañar que los miembros jázaros en el Gobierno y en el Congreso sean mayoría, siendo poblacionalmente una minoría marginal.
En contra de las concepciones modernas, desde el siglo II antes de nuestra era hasta principios del siglo IV de nuestra era, el judaísmo era una religión proselitizadora, dinámica y en expansión, y actualmente no hay ningún dato que pueda contradecir esto. El retraimiento de la comunidad fue un fenómeno muy posterior, cuando la persistencia de las minorías judías, dentro de los ahora dominantes mundos cristiano e islámico, estaba supeditada al cese completo de cualquier labor de proselitización, Pero, en las regiones «paganas», el judaísmo continuó atrayendo a nuevos seguidores y esto nos lleva al tema de los jázaros.
Todo moderno Estado-nación cuenta con una narración de sus orígenes, transmitida tanto por la cultura oficial como por la popular; entre tales historias nacionales, sin embargo, pocas han sido tan escandalosas y controvertidas como lo es el mito nacional israelí. El muy conocido relato de la diáspora judía del siglo I d.C. y la reivindicación de una continuidad cultural y racial del pueblo judío hasta el día de hoy, resuenan más allá de las fronteras de Israel. Pese a su abusivo empleo para justificar el asentamiento de judíos en Palestina y el proyecto del Gran Israel, se han realizado muy pocas investigaciones académicas sobre su exactitud histórica. Shlomo Sand escribió el best seller israelí “La invención del Pueblo Judío” donde demuestra que el mito nacional de Israel hunde sus orígenes en el siglo XIX, no en los tiempos bíblicos en los que muchos historiadores –judíos y no judíos– reconstruyeron un pueblo imaginado con la finalidad de modelar una futura nación. En él, Sand desvela la construcción del mito nacionalista y la consiguiente mistificación colectiva.
El gran historiador Marc Bloch describió a los judíos como un «grupo de correligionarios originalmente reunido desde cada rincón de los mundos del Mediterráneo, turco-jázaro y eslavo».
Hay que plantear la pregunta: la lenta aparición de líneas de comunicación cada vez más extensas y fiables a través de las cuales las poblaciones empezaron a forjarse como pueblos, en el contexto de reinos centralizadores y tempranos Estados-nación, ¿creó un pueblo judío?
La respuesta es no. Con la excepción de Europa del Este, donde el peso demográfico y la excepcionalmente distintiva estructura de la vida judía jázara alimentaron una forma específica de cultura popular y de lenguaje vernáculo, no apareció nunca ningún pueblo judío como una única y cohesionada entidad.
El partido del Bund, que representó una de las expresiones «protonacionales» de la población judía de Europa del Este, entendió que las fronteras del pueblo, a quien pretendía representar y defender, coincidía con los de la lengua yiddish (AY). Además, es interesante señalar que los primeros sionistas en Europa occidental destinaron Palestina para colocar a los judíos del mundo de habla yiddish (AY), y no para ellos mismos; ellos por su parte buscaban ser auténticos ingleses, alemanes, franceses o estadounidenses, e incluso se unieron apasionadamente a las guerras nacionales de sus respectivos países.
Si en el pasado no hubo tal cosa como un pueblo judío, en los tiempos modernos el sionismo ¿ha tenido éxito en crear uno? En todas las partes del mundo donde se formaron naciones, en otras palabras, en todas las partes donde los grupos humanos reclamaron la soberanía o lucharon para conservarla, los pueblos fueron inventados y dotados de largos antecedentes y de lejanos orígenes históricos. El movimiento sionista hizo lo mismo. Pero, si el sionismo tuvo éxito en imaginar un pueblo eterno, no consiguió crear una nación judía mundial. Actualmente, los judíos de todas partes tienen la opción de emigrar a Israel, pero la mayoría de ellos ha elegido no vivir bajo la soberanía judía y prefiere conservar otra nacionalidad.
Si el sionismo no ha creado a un pueblo judío mundial, y todavía menos una nación judía, sin embargo, sí ha dado origen a dos pueblos, e incluso a dos nuevas naciones a las que desafortunadamente se niega a reconocer considerándolas vástagos ilegítimos.
Existe un pueblo palestino, creación directa de la colonización, que aspira a su propia soberanía y lucha desesperadamente por lo que queda de su tierra natal. E igualmente existe un pueblo israelí totalmente dispuesto a defender con un compromiso total su independencia nacional.
Este último, a diferencia del pueblo palestino en la actualidad, no disfruta de ninguna clase de reconocimiento, incluso aunque tiene su propia lengua, un sistema general de educación y una herencia artística en la literatura, el cine y el teatro que expresa una vigorosa y dinámica cultura secular.
Los sionistas de todo el mundo pueden hacer donaciones a Israel y presionar a los gobiernos de sus países en apoyo a la política israelí, pero mayormente no entienden el lenguaje de la nación que se supone la suya, se abstienen de unirse al «pueblo que ha emigrado a su tierra natal» y declinan enviar a sus hijos a tomar parte en las guerras del Oriente Próximo. Hoy por hoy, el número de israelíes que emigran a los países occidentales es mayor que el de sionistas que se establecen en Israel. También sabemos que, si hubieran podido elegir en su momento, la gran mayoría de los judíos que abandonaron la URSS se hubieran trasladado directamente a Estados Unidos, como hicieron los judíos de habla yiddish hace un siglo.
¿Hubiera llegado a ver la luz el Estado de Israel si Estados Unidos no hubiera cerrado sus fronteras a los emigrantes del centro y del este de Europa en la década de los veinte, una política implacablemente mantenida en la década siguiente contra los refugiados que huían de la persecución nazi, y todavía en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial hacia los judíos que escapaban de Europa?
Pues no. No hubiera habido Holocausto ni judíos que recolocar, y estarían todos en Estados Unidos.
Oriente Medio es actualmente la región más peligrosa del mundo para aquellos que se consideran a sí mismos judíos. Entre las razones de esto está el rechazo de los sionistas a la existencia de un pueblo israelí, al que consideran simplemente como la cabeza de puente de un «pueblo judío» comprometido en una colonización que debe continuar, y al que los sionistas prefieren envolver en una autocerrada ideología etnocéntrica.
El pueblo judío, como muchos otros, basa su identidad en su mito fundacional, según el cual, Moisés coaccionó al faraón egipcio para que liberara a los judíos esclavizados y los llevó en una marcha de 40 años por el desierto a Canaán. Y como todo mito fundacional es mentira. Para empezar, no existe rastro arqueológico ni escrito alguno sobre este tema, en una cultura como la egipcia que registraba hasta el último saco de trigo en un flete. Pero lo más hilarante no son los 40 años de desierto (que hoy se recorren en 15 horas de coche o 3 días andando según Google Maps) sino que en el siglo XI aEC., el pretendido tiempo del Éxodo, Canaán estaba dominada por los todavía poderosos faraones. ¿Esto significa que Moisés condujo a los liberados esclavos fuera de Egipto… para llevarlos a Egipto? No te puedes escapar si ni siquiera te molestas en salir,
De acuerdo con la narrativa bíblica, el pueblo al que durante cuarenta años condujo a través del desierto incluía a 600,000 guerreros, que viajarían con sus mujeres e hijos, lo que supone un grupo de alrededor de tres millones de personas. Al margen del hecho de que era completamente imposible que una población de ese tamaño vagara durante tanto tiempo por el desierto, un acontecimiento de semejante magnitud debía de haber dejado algunas huellas epigráficas o arqueológicas. Los antiguos egipcios llevaban un meticuloso registro de cada acontecimiento y hay una gran cantidad de documentación sobre la vida política y militar del reino. Incluso hay documentos sobre incursiones de grupos nómadas. Sin embargo, no hay una sola mención sobre ninguna clase de «Hijos de Israel» que vivieran en Egipto o que se rebelaran contra él, o que abandonaran el país en algún momento.
En el desierto del Sinaí no se han encontrado huellas de ningún movimiento significativo de población durante ese periodo, y la localización del famoso y bíblico “monte Sinaí” todavía está por descubrirse. Etzion-Gever y Arad, mencionadas en el relato de las andanzas judías, no existían en ese periodo y aparecieron mucho más tarde como prósperos asentamientos permanentes.
Después de “vagar durante cuarenta años”, los Hijos de Israel llegaron a Canaán y lo tomaron por asalto. Siguiendo las órdenes divinas, aniquilaron a la mayoría de la población local y obligaron a los que quedaron a servir como leñadores y cargadores de agua. Después de la conquista, el pueblo que había permanecido unido bajo Moisés se dividió en tribus separadas (como los últimos asentamientos griegos en 12 Ciudades-Estado) y se repartieron entre ellas el botín territorial. Este despiadado mito del asentamiento, descrito en el Libro de Josué con coloridos detalles como uno de los primeros genocidios, nunca sucedió en la realidad. La famosa conquista de Canaán era el siguiente mito en caer con las refriegas de la nueva arqueología.
Durante mucho tiempo los historiadores sionistas, acompañados por los arqueólogos israelitas, ignoraron hallazgos bien conocidos. Si en el momento de la supuesta conquista israelita el país estaba gobernado por Egipto, ¿cómo es que no hay un solo documento egipcio que la mencione? Además, ¿por qué la Biblia no hace ninguna mención de la presencia egipcia en el país? Las excavaciones arqueológicas realizadas en Gaza y Beth Shean ya habían revelado la presencia egipcia en los tiempos de la supuesta conquista y después de ella, pero el antiguo texto nacional era demasiado precioso para renunciar a él, y los estudiosos aprendieron a tapar estas problemáticas inconveniencias con evasivas y vagas explicaciones.
Nuevas excavaciones en Jericó, esa poderosa ciudad amuralladas que los Hijos de Israel supuestamente capturaron con fanfarrias de trompeta, confirmaron que a finales del siglo XII a.C., Jericó era un insignificante villorrio, sin murallas por supuesto. Lo mismo sucede con la mayoría de las otras ciudades que se mencionan en el relato de la conquista. En Hazor, Lachish y Megiddo se han encontrado huellas de destrucción y fuego, pero el colapso de estas viejas ciudades cananeas fue un proceso lento que duró un siglo y que probablemente fue causado por la llegada de «los pueblos del mar», como los filisteos, que en aquel tiempo invadieron todo el litoral oriental del Mediterráneo como atestigua una abundante documentación egipcia y de otras fuentes.
Los nuevos arqueólogos e investigadores israelíes se preocuparon menos de la exploración política orientada hacía el acontecimiento y más por la investigación socioantropológica, realizando Investigaciones regionales y explorando antiguas condiciones de vida, medios de producción y prácticas de culto en grandes zonas- e lucieron un cierto número de descubrimientos y nuevas hipótesis de trabajo respecto a la colonización en las tierras altas de Canaán. En las tierras bajas, después del declive de las ciudades cananeas, tuvieron probablemente nómadas locales quienes se asentaron en la tierra y gradualmente y con muchas fases intermedias formaron comunidades agrícolas sedentarias. La población inicial de la que gradualmente surgirían los reinos de Israel y Judea fue probablemente la población autóctona cananea, que lentamente surgió de debajo de los dominadores egipcios a medida que éstos se retiraban del país entre los siglos XII y X aEC. La alfarería y las herramientas de trabajo de estos nuevos campesinos no se diferenciaban de las de otros cananeos, excepto en una característica cultural: la ausencia de huesos de cerdo en sus asentamientos.
Este es un hecho significativo, pero no indica ni la conquista de Canaán por un ethnos foráneo ni que estos agricultores fueran monoteístas. El desarrollo de comunidades esparcidas de cultivadores, que produjeron el ascenso de ciudades basadas en su producción, fue un proceso largo y extremadamente gradual que culminó en la aparición de dos pequeños reinos locales.
Como resultado de los nuevos descubrimientos arqueológicos el siguiente relato bíblico en perder su historicidad científica fue la joya de la corona de la larga memoria nacional. Ya desde Graetz, pasando por Dinur y los historiadores israelitas que vinieron a continuación, el reino nacional unido de David y Salomón fue la gloriosa edad de oro de la historia judía. Todos los futuros modelos políticos se alimentaron de este dechado del pasado bíblico y sacaron de él imaginería, conceptualización y euforia intelectual. Las nuevas novelas lo integraron en sus tramas; se escribieron poemas y obras de teatro sobre el imponente Saúl, el valeroso David y el sabio Salomón. Los excavadores descubrieron los restos de sus palacios, y mapas detallados completaron el panorama histórico y dibujaron las fronteras del imperio unido que se extendía desde el Éufrates hasta la frontera de Egipto.
Entonces llegaron los arqueólogos y estudiosos de la Biblia posteriores a 1967, que empezaron a poner en duda la misma existencia de este poderoso reino que, de acuerdo con la Biblia, creció rápidamente después del periodo de los Jueces. Las excavaciones realizadas en Jerusalén en la década de los setenta -es decir, después de que la ciudad hubiera sido «reunificada para siempre» por el gobierno israelí- debilitaron las fantasías sobre el glorioso pasado. No era posible excavar bajo el Haram al-Sharif, pero las exploraciones en el resto de los lugares a su alrededor no lograron encontrar ninguna huella de un importante reino del siglo X, el supuesto tiempo de David y Salomón. Nunca se encontró ningún vestigio de estructuras monumentales, muros o grandes palacios, y la cerámica que apareció era escasa y bastante simple. Al principio se sostuvo que la continua ocupación de la ciudad y la construcción masiva en el reinado de Herodes había destruido los restos, pero este razonamiento se desmoronó cuando se descubrieron impresionantes huellas de periodos anteriores de la historia de Jerusalén.
Otros supuestos restos del reino unido también empezaron a ser cuestionados. La Biblia describe la reconstrucción que realizó Salomón de las ciudades del norte, Hazor, Megiddo y Gezer, y el arqueólogo Yigael Yadin situó en las grandes estructuras de Hazor a la ciudad de Salomón el Sabio. También encontró palacios de los tiempos del reino unido en Megiddo, y descubrió las famosas puertas salomónicas en las tres antiguas ciudades. Desafortunadamente, más tarde se encontró que el estilo arquitectónico de estas puertas era posterior al siglo X a.C.; se parecían bastante a los vestigios de un palacio edificado en Samaría en el siglo IX. El avance tecnológico que supuso la prueba del carbono 14 confirmó que las colosales estructuras de la zona databan no del reino de Salomón sino del tiempo del reino del norte de Israel. Realmente, no se ha encontrado ninguna huella de la existencia de ese legendario rey, cuya riqueza se describe en la Biblia equiparable a la de los poderosos gobernantes imperiales de Babilonia o Persia.
La inevitable y problemática conclusión era que, si hubo una entidad política en la Judea del siglo X, se trató de un pequeño reino tribal, y que Jerusalén era un baluarte fortificado. Es posible que el minúsculo reino fuera gobernado por una dinastía conocida como la casa de David. Una inscripción descubierta en Tell Dan en 1933 apoya esta suposición, pero este reino de Judea era mucho más pequeño que el reino de Israel al norte, y aparentemente mucho menos desarrollado.
Los documentos de el-Amarna, que se remontan al siglo XIV a.C., indican que ya había dos pequeñas ciudades-Estado en las tierras altas de Canaán -Shechem y Jerusalén- y la estela de Merneptah muestra que a finales del siglo XIII a.C. existió al norte de Canaán una entidad llamada Israel. Los abundantes hallazgos arqueológicos desenterrados en la Ribera occidental durante la década de los ochenta revelan las diferencias sociales y materiales entre las dos regiones montañosas. La agricultura prosperaba en el fértil norte sosteniendo a docenas de asentamientos, mientras que en el sur solamente había una veintena de pequeños pueblos en los siglos X y IX a.C. El reino de Israel ya era un Estado estable y fuerte en el siglo IX, mientras que el reino de Judá solamente se consolidó y fortaleció a finales del VIII. En Canaán siempre hubo dos entidades distintas y rivales, aunque estuvieran cultural y lingüísticamente relacionadas; los habitantes de ambas hablaban variantes del hebreo antiguo.
El reino de Israel bajo la dinastía de Omri era claramente mayor que el reino de Judea bajo la casa de David. El primero es el que cuenta con la evidencia extrabíblica más antigua: la inscripción del así llamado Obelisco Negro de Shalmaneser III de Asiria, la famosa estela de Mesha y la inscripción encontrada en Tell Dan. Todas las grandes estructuras previamente atribuidas a Salomón fueron de hecho proyectos posteriores del reino de Israel. En su momento de mayor esplendor, fue uno de los reinos más poblados y prósperos del territorio entre Damasco en el norte, Moab en el este, el mar Mediterráneo en el oeste y el reino de Judea en el sur.
Las excavaciones arqueológicas realizadas en diversos emplazamientos también han mostrado que los habitantes de la montañosa región del norte, como los campesinos de Judea, eran devotos politeístas. Rendían culto al popular Yahveh, que gradualmente se convirtió, como el griego Zeus y el romano Júpiter, en la deidad central. pero no renunciaron al culto a otras divinidades, como Baal, Shemesh y la bella Asera.
O sea, Yahveh era el dios principal de un panteón politeísta típico.
Los autores del Pentateuco, que fueron feroces monoteístas judeos muy posteriores, detestaban a los gobernantes de Israel, pero envidiaban su legendario poder y su gloria. Les robaron su prestigioso nombre —«Israel»— que estaba probablemente bien establecido, aunque nunca dejaron de denunciar sus transgresiones morales y religiosas.
Desde luego, el gran pecado del pueblo y de los gobernantes de Israel era el hecho de que su reino fuera derrotado por el Imperio asirio en la segunda mitad del siglo VII aEC., es decir, bastante tiempo antes de la caída de Judea en el VI. Además, no dejaron agentes de remembranza divina con los que vestir su ardiente religión con atractivos ropajes pseudohistóricos.
La conclusión aceptada por una mayoría de los nuevos arqueólogos y estudiosos de la Biblia era que nunca hubo una gran monarquía unida, y que el rey Salomón nunca tuvo grandes palacios en los que alojar a sus 700 esposas y 300 concubinas. El hecho de que la Biblia no nombre este gran imperio fortalece esta conclusión. Fueron escritores posteriores los que inventaron y glorificaron un poderoso reino unido, establecido por gracia de una “Divinidad Única”.
Su fértil y distintiva imaginación también produjo los célebres relatos sobre la creación del mundo y el terrible diluvio, las andanzas de los antepasados y la lucha de Jacob con el ángel, el éxodo de Egipto y la separación de las aguas del mar Rojo, la conquista de Canaán y la milagrosa parada del sol en Gabaón.
Los mitos centrales sobre el origen primigenio de una maravillosa nación que surgió del desierto, que conquistó una espaciosa tierra y que levantó un glorioso reino, prestaron una gran ayuda al creciente nacionalismo judío y a la colonización sionista. Durante un siglo proporcionaron un combustible textual de canónica calidad que alimentaba una compleja política de identidad y de expansión territorial que exigía autojustificación y considerables sacrificios.
Arqueólogos e investigadores bíblicos, en Israel y fuera de él, socavaron estos mitos, que a finales del siglo XX parecían estar a punto de quedar relegados a la categoría de ficciones con un insalvable abismo abierto entre ellos y la historia real. Pero, aunque la sociedad israelí ya no estaba tan comprometida, y tan necesitada de la legitimación histórica que había sostenido su creación y su propia existencia, todavía tenía dificultades para aceptar los nuevos hallazgos y el público obstinadamente se resistió al cambio de dirección en la investigación.
En resumen, los israelitas no llegaron a Canaán, sino que ya estaban por allí en el siglo XII a.EC, compartiendo espacio con los cananeos. Los poblados israelitas se distinguen de los cananeos en que no se encontraron restos de huesos de cerdo. El cerdo fue el tabú alimentario de los protoisraelitas y lo que los distingue del resto de las tribus del área que consumían grandes cantidades de cerdos. Este es el primer tabú identitario que aún hoy se mantiene.
La caída del reino de los cananeos provocó que los israelitas sencillamente ocuparan las ciudades cananeas, en lo que fue el germen del reino de Israel al norte, que floreció en base a la agricultura en sus valles fértiles, frente a los judeos que no pasaban de ser grupos tribales seminómadas primitivos que solo recurrían a la agricultura en época de crisis cuando no podían cambiar su ganado por grano.
La invasión asiria del norte de Canaán destruyó el reino de Israel y dio oportunidad a los judeos de extenderse y crecer económicamente.
Como sucedió en otros reinos de la región, es más probable que los antiguos reinos de Israel y Judea dejaran detalladas crónicas administrativas y jactanciosas inscripciones de victorias realizadas por obedientes escribas de la corte, como el bíblico Shapan, hijo de Azaliah. No sabemos y nunca sabremos lo que contenían esas crónicas, pero con toda probabilidad algunas fueron conservadas en archivos de los reinos que sobrevivieron, y después de la caída del reino de Judea los autores de los libros de la Biblia las utilizaron, con asombrosa creatividad, como materia prima para componer los textos más influyentes del nacimiento del monoteísmo en Oriente Próximo. A estas crónicas añadieron algunas parábolas, leyendas y mitos que circulaban entre las elites intelectuales de toda la región, y produjeron un fascinante discurso crítico sobre el estatus del gobernante terrenal desde el punto de vista de una soberanía divina.
En el siglo VI a.EC, la agitación del exilio y del «regreso» pudo haber permitido a la elite instruida judía -antiguos escribas de la corte, sacerdotes y sus vástagos- una autonomía mayor de la que podían haber tenido bajo una directa monarquía dinástica. Una contingencia histórica de desmoronamiento político y la resultante ausencia de una autoridad exigente le dio una oportunidad nueva y excepcional para actuar. De esta manera nació un campo de creatividad literaria único, cuya gran recompensa no se encuentra en el poder sino en la religión. Solamente una situación * semejante podía explicar, por ejemplo, cómo era posible cantar alabanzas al fundador de la dinastía (David) y al mismo tiempo describirlo como un pecador castigado por un superior ser divino. Solamente así la libertad de expresión, tan rara en las sociedades premodernas, produjo una obra de arte teológica.
Por ello podemos proponer las siguientes hipótesis: el monoteísmo excluyente que sobresale en casi todas las páginas de la Biblia no fue el resultado de la política -de la política de un rey menor que buscaba ampliar su reino- sino de la cultura. Fue resultado del excepcional encuentro entre las elites intelectuales judeas, en el exilio o regresando del exilio, y las religiones abstractas persas.
La fuente del monoteísmo probablemente se encuentre en un sistema intelectual avanzado, pero fue apartada de él y, como muchas ideologías revolucionarias a lo largo de la historia, se filtró a los márgenes por la presión política del centro conservador. No es casualidad que la palabra hebrea dai (religión) sea de origen persa. Este primer monoteísmo se desarrollaría por completo con su posterior encuentro con el politeísmo helenista.
El monoteísmo encontró utilidad como argucia política judea para lograr la cohesión y el aislamiento políticos.
La teoría de la escuela de Copenhague propone que, en efecto, la Biblia no es un libro sino una gran biblioteca, escrita, revisada y adaptada en el transcurso de tres siglos, desde finales del siglo VI hasta principios del siglo II a.C. Debe leerse como una construcción literaria de múltiples capas de naturaleza religiosa y filosófica o como parábolas teológicas que algunas veces emplean descripciones cuasi históricas con intenciones educativas, dirigida especialmente a generaciones futuras (ya que el sistema de castigo divino a menudo penaliza a los descendientes por las transgresiones de sus antepasados).
Sus diversos y remotos autores y editores buscaron crear una comunidad religiosa coherente, y recurrieron con generosidad a las gloriosas políticas del pasado para preparar un futuro estable y duradero para un centro de culto en Jerusalén. Preocupados por aislarlo de la población idólatra, inventaron la categoría de Israel como pueblo sagrado, elegido, cuyos orígenes se encontraban en otra parte, al contrario que Canaán, un antipueblo local de leñadores y portadores de agua.
La apropiación textual y grupal del nombre de Israel quizá se debió a su rivalidad con los samaritanos que se veían a sí mismos como los herederos del reino de Israel.
Esta política literaria de autoaislamiento, que empezó a desarrollarse entre la «pequeña provincia de Yahud» y los centros de cultura superior en Babilonia, encajaba adecuadamente con la política global de identidad del Imperio persa, cuyos gobernantes se tomaron la molestia de separar a comunidades, clases y grupos lingüísticos para mantener el control de sus vastas posesiones.
Algunos de los dirigentes, jueces, héroes, reyes, sacerdotes y profetas (sobre todo estos últimos) que pueblan la Biblia pueden haber sido personajes históricos. Pero su tiempo, sus relaciones, sus motivos, su poder real, las fronteras de su mandato, su influencia y la forma de culto -es decir, lo que realmente importa de la historia- fueron producto de una imaginación posterior. Igualmente, los consumidores intelectuales y religiosos de los ciclos de relatos bíblicos -en concreto las primeras comunidades de fe judía- se formaron mucho más tarde.
Conocer la obra de Shakespeare, Julio César, nos cuenta poco sobre la Roma antigua pero mucho sobre la Inglaterra de finales del siglo XVI y ese es su valor. Nuestra actitud hacia la Biblia debería ser la misma. No es una narrativa que nos puede instruir sobre los tiempos que describe, sino un admirable discurso teológico didáctico, así como un posible testimonio sobre los tiempos en que fue compuesta. Sería un documento histórico más fidedigno si supiéramos con mayor certeza cuándo fueron escritas cada una de sus partes.
Durante mucho tiempo la Biblia ha sido considerada por las tres culturas monoteístas -judaísmo, cristianismo e islam- como un trabajo inspirado por la divinidad, evidencia de la manifestación y preeminencia de Dios. Con el ascenso del nacionalismo en los tiempos modernos, empezó a considerarse cada vez más como una obra elaborada por seres humanos como reconstrucción de su pasado. Incluso en la Inglaterra protestante prenacionalista, y todavía más entre los colonos puritanos de América del Norte y Sudáfrica, el libro se convirtió, a través del anacronismo y la ferviente imaginación, en una cierta clase de modelo ideal para la formación de una colectividad religioso-política moderna. En el pasado, los creyentes judíos tendían a no ahondar en ella, Pero con el ascenso de la ilustración judía un número creciente de individuos cultivados empezó a leer la Biblia bajo un prisma secular.
Sin embargo, fue solamente la aparición de la historiografía prenacionalista judía la que dio a la Biblia un papel dirigente en el drama del ascenso de la moderna nación judía. El libro fue trasladado desde la estantería de los tratados teológicos a la sección de historia, y los adherentes del nacionalismo judío empezaron a leerlo como si fuera un testimonio fidedigno de procesos y acontecimientos. Fue verdaderamente elevado al estatus de mitohistoria, representando una verdad incontrovertible. Se convirtió en el centro de la santidad secular que no había que tocar y del que debe comenzar toda consideración de pueblo y nación.
Por encima de todo, la Biblia se convirtió en un marcador étnico que indicaba el origen común de individuos de diferentes procedencias y culturas seculares, aunque todos ellos fueran odiados por seguir una religión que apenas observaban. Ése fue el significado que subyacía en esta imagen de una nación antigua, que se remontaba casi hasta la Creación, y que fue grabada en las mentes de gentes que se sentían descolocadas por las turbulencias de la modernidad. Fue grabada en su conciencia del pasado. El acogedor seno de la Biblia, a pesar de su carácter milagroso y legendario (o, a lo mejor, gracias a él), podía proporcionar un sentimiento de pertenencia largo, casi eterno; algo que la vorágine del presente no podía darles.
De esta manera, la Biblia se convirtió en un libro secular que los niños en la escuela leían para aprender sobre sus antepasados, niños que más tarde marcharían orgullosamente como soldados, combatiendo en guerras de colonización e independencia.
La Biblia es una obra política cuyo fin es político y donde la religión se usa para dar legitimidad y coherencia política y ha desempeñado este papel a lo largo del tiempo.
La última vez que se usó para este fin, dio como resultado el invento del pueblo judío.
Un detenido examen del acontecimiento histórico que aparentemente engendró el «segundo exilio» en el año 70 d.C., junto a un análisis del término hebreo golah (exilio) y de su connotación en el hebreo posterior, indica que la conciencia histórica nacional fue un mosaico de acontecimientos dispares y de elementos tradicionales. Solamente así pudo funcionar como un mito eficaz que proporcionó a los judíos modernos un camino hacia la identidad étnica. El ultraparadigma de la deportación fue esencial para la construcción de una memoria a largo plazo en la que un imaginario pueblo-raza exiliado podía ser descrito como descendiente directo de un anterior «pueblo de la Biblia». Como veremos, el mito del desarraigo y del exilio fue fomentado por la tradición cristiana de la que derivó a la tradición judía, y creció para ser la verdad grabada en la historia, tanto general como nacional.
Lo primero que hay que resaltar es que los romanos nunca deportaron a pueblos enteros, como tampoco los asirios y babilonios lo hicieron. No valía la pena desarraigar a la gente de la tierra, a los que producían los alimentos, a los que pagaban impuestos. Pero incluso la eficaz política de deportación practicada por el Imperio asirio, y más tarde por el babilónico -con la que sectores enteros de la elite administrativa y cultural fueron deportados-, no fue continuada por el Imperio romano. Aquí y allá en los países occidentales del Mediterráneo, las comunidades agrícolas locales fueron desplazadas para hacer sitio al establecimiento de soldados romanos, pero esta política excepcional no se aplicó en Oriente Próximo. Los gobernantes romanos podían ser completamente despiadados a la hora de reprimir rebeliones de poblaciones sometidas: ejecutaban a los combatientes, tomaban cautivos y los vendían como esclavos, y algunas veces enviaron al exilio a reyes y príncipes. Pero de ninguna manera deportaron a poblaciones enteras de los países del este que conquistaron; tampoco tenían medios para hacerlo, los camiones, trenes o grandes barcos disponibles en el mundo moderno.
Flavio Josefo, quien escribió la historia de la rebelión zelote del año 66 d.C., es casi la única fuente de este exilio, aparte de los hallazgos arqueológicos que se remontan a esa época, y su libro, Las guerras de los judíos, describe el trágico resultado de ese periodo de conflictos. La devastación no se extendió por todo el reino de Judea, sino que afectó principalmente a Jerusalén y a otras varias ciudades fortificadas. Josefo calculó que, en el asedio de Jerusalén, y en la gran masacre que se produjo a continuación, murieron 1,1 millones de personas, otras 97.000 fueron hechas prisioneras y unos miles más murieron en otras ciudades.
Igual que todos los historiadores antiguos, Josefo tendía a exagerar sus cifras. Actualmente la mayoría de los investigadores consideran que prácticamente todas las cifras demográficas de la antigüedad están exageradas, y que una buena parte tiene un significado numerológico. Josefo afirma que antes del levantamiento se habían congregado en Jerusalén un gran número de peregrinos, pero la suposición de que murieran más de un millón de personas no es creíble. La población de la ciudad de Roma en la cumbre del Imperio, en el siglo II d.C., puede haberse aproximado al tamaño de una mediana conurbación moderna, pero en el pequeño reino de Judea no existía una metrópolis semejante. Una estimación prudente sugiere que Jerusalén en aquella época pudo haber tenido una población de 60.000 a 70.000 habitantes.
Incluso si aceptamos la cifra poco realista de 70.000 prisioneros, ello sigue sin significar que, después de destruir el Templo, el malvado Tito expulsara al «pueblo judío». En Roma, el gran Arco de Tito muestra a soldados romanos llevando como botín el candelabro del Templo; no, como se enseña en las escuelas israelíes, a prisioneros judíos llevándoselo camino del exilio. En ninguna parte de la abundante documentación romana se menciona una deportación de Judea. Tampoco se ha encontrado ninguna huella de grandes poblaciones de refugiados por los bordes de Judea después del levantamiento, como habría habido si se hubiera producido una huida masiva.
No sabemos con exactitud el tamaño de la población de Judea antes de la rebelión de los zelotes y de la guerra contra Roma, pero toda la zona no podía mantener a más de un millón de habitantes.
Las guerras de aniquilación contra los zelotes y su sublevación contra los romanos asestaron grandes mazazos al país, y la desmoralización de las elites culturales después de la destrucción del Templo debió de ser profunda. También es probable que la población de Jerusalén y de sus alrededores quedara disminuida por un tiempo. Pero, como ya se ha dicho, la población no fue expulsada y no tardó mucho en recuperarse económicamente. Los descubrimientos arqueológicos han demostrado que Josefo exageró la devastación y que a finales del siglo I d.C. varias ciudades habían recuperado su población. Además, la cultura religiosa judía estaba a punto de entrar en uno de sus periodos más admirables y fructíferos. Desafortunadamente, hay poca información sobre los sistemas de relaciones políticas durante este periodo.
También tenemos poca información sobre la segunda revuelta monoteísta que en el siglo II d.C. sacudió a la historia de Judea. La sublevación que estalló en el año 132, durante el reinado del emperador Adriano y que popularmente se conoce como la rebelión de Bar Kokhba, está brevemente mencionada por el historiador romano Dión Casio y por Eusebio, obispo de Cesárea y autor de Historia eclesiástica. Ecos de este acontecimiento aparecen en textos religiosos judíos, así como en hallazgos arqueológicos. Pero lamentablemente en aquel tiempo no había un historiador de la talla de Josefo, por lo que cualquier reconstrucción de los acontecimientos sólo puede ser fragmentaria.
Por ello, surge la pregunta: ¿sería que el tradicional relato de la expulsión se debió a las traumáticas consecuencias de esa rebelión?
Cuando describe la finalización de la rebelión, Dión Casio escribió:
“Fueron arrasados 50 de sus más importantes reductos y 985 de sus pueblos más conocidos. Quinientos ochenta mil hombres encontraron la muerte en los diversos asaltos y batallas, y resulta difícil de saber el número de los que perecieron por hambre, enfermedades y fuego. Así, casi la totalidad de Judea quedó devastada”.
La habitual exageración resulta evidente (las cifras utilizadas por los historiadores antiguos siempre parecen pedir la supresión de un cero), pero incluso este sombrío relato no habla de deportaciones. Jerusalén pasó a denominarse Aelia Capitolina, y los hombres circuncidados durante algún tiempo tuvieron prohibida la entrada en la ciudad. Durante tres años se impusieron severas restricciones sobre la población local, especialmente alrededor de la capital, y se intensificó la persecución religiosa. Los combatientes apresados probablemente fueron enviados fuera, y otros debieron huir de la región. Pero las masas judeas no marcharon al exilio en el año 135 d.C.
El nombre de Provincia de Judea fue cambiado por el de Provincia Siria-Palestina (más tarde Palestina), pero en el siglo II d.C. su población siguió siendo mayoritariamente judea y samaritana, y comenzó a florecer de nuevo durante una o dos generaciones después del fin de la rebelión. A finales del siglo II y comienzos del III, no sólo se había recobrado la mayoría de la población agrícola y se había estabilizado la producción, sino que la cultura del país alcanzó lo que se conoció como su Edad de Oro en tiempos del rabino Judah ha-Nasi. El año 220 d.C. asistió a la finalización y a la disposición final de las seis partes de la Mishná; un acontecimiento mucho más decisivo para el desarrollo de la identidad y de la religión judía que la rebelión de Bar Kokhba.
Entonces, ¿cuál fue el origen del gran mito sobre el exilio del pueblo judío después de la destrucción del Templo?
En numerosas fuentes rabínicas contemporáneas de que, en los siglos II y III d.C., el término galut (exilio) se utilizaba refiriéndose a una subyugación política más que a una deportación, y que ambos significados no estaban necesariamente conectados. Incluso otras fuentes rabínicas posteriores a la caída del Segundo Templo se refieren al exilio de Babilonia como el único galut.
Israel Jacob Yuval, un historiador de la Universidad Hebrea de Jerusalén, fue más lejos. Se propuso demostrar que el renovado mito judío sobre el exilio es muy tardío, y que tuvo su origen principalmente en la mitología cristiana que hablaba del destierro de los judíos como castigo por su rechazo y crucifixión de Jesús. Parece que la fuente antijudía del discurso del exilio se encuentra en los escritos de Justino Mártir (personaje apócrifo creado por Lactancio) que en la segunda mitad del siglo relacionó la expulsión de los hombres circuncidados de Jerusalén, después de la rebelión de Bar Kokhba, con un castigo colectivo divino.
Con la creación del cristianismo a principios del siglo IV d.C., que lo llevó a convenirse en la religión del Imperio, los creyentes judíos de otras partes del mundo también empezaron a adoptar la idea del exilio como un castigo divino. La conexión entre desarraigo y pecado, destrucción y exilio quedó incrustada en las diversas definiciones de la presencia judía por todo el mundo. El mito del judío errante, castigado por sus transgresiones, estaba enraizado en la dialéctica del odio cristiano-judío que iba a marcar las fronteras de ambas religiones durante los siglos posteriores.
Sin embargo, lo que es más significativo es que a partir entonces dentro de las tradiciones judías el concepto de exilio tomó una abierta connotación metafísica, llegando mucho más allá del hecho de estar lejos de la tierra natal. Al igual que pertenecer a la semilla de Abraham, Isaac y Jacob, era esencial proclamarse descendiente de los originarios deportados de Jerusalén; de lo contrario no se aseguraba la posición del “creyente judío”, como miembro del “pueblo elegido”. Además, estar en el «exilio» se convirtió en una situación existencial. El exilio, de hecho, estaba en cualquier parte, incluso en la Tierra Sagrada. Los judíos estaban exiliados, aunque no se movieran de su tierra.
El exilio fue un argumento político regalado por los cristianos antijudíos para identificar a un pueblo mítico que, estando donde estuviera y siendo quienes fueran, provenían de la misma raíz. Así se dio cobertura a las jázaros como parte, además mayoritaria, del supuesto “pueblo de Israel”.
Sin embargo, todos estos relatos de la dispersión contienen un interrogante sin resolver. ¿Cómo pudo un pueblo agrícola, que había dado la espalda al mar y que nunca había establecido un imperio de largo alcance, producir tantos emigrantes? Los griegos y los fenicios fueron gente marinera con un gran porcentaje de comerciantes, de manera que su expansión fue un resultado lógico de sus ocupaciones y de su modo de vida general. Emigraron y establecieron nuevas colonias y ciudades por todo el mar Mediterráneo. Estas se extendieron y se agruparon a su alrededor como «ranas alrededor de un charco», en la expresiva frase de Platón. Su actividad comercial los puso en contacto con muchas otras sociedades existentes e influyeron sobre sus culturas, y más tarde los romanos hicieron lo mismo. Pero hay que tener presentes dos hechos:
Pese a toda su expansión, las tierras natales de griegos, fenicios y romanos no quedaron repentinamente vacías y desoladas.
En sus diásporas, por lo general continuaron utilizando su propio lenguaje.
Por el contrario, como reiteró Josefo, la mayoría de los judeos en su propio país no eran mercaderes sino trabajadores del suelo sagrado: «En cuanto a nosotros, por ello, ni habitamos un país marítimo, ni nos deleitamos en el comercio ni en la mezcla con otros hombres que surge de él, sino que las ciudades que habitamos están lejos del mar». A pesar de que en la sociedad judea existían mercaderes, mercenarios y elites políticas y culturales, nunca llegaron a más de la décima parte de la población. Si en el apogeo del periodo del Segundo Templo había en total alrededor de ochocientos mil habitantes en el reino de Judea, ¿cuántos de ellos emigrarían? A lo sumo unos cuantos miles. ¿Y por qué las comunidades judeas no hablaban su propia lengua, el hebreo o el arameo, en sus comunidades emigrantes? ¿Por qué, en general, sus nombres en la primera generación no eran hebreos? Y, si eran labradores, ¿por qué no fundaron ni siquiera una sola comunidad agrícola judeo-hebrea en su diáspora?
Unos cuantos miles o incluso decenas de miles de emigrantes judíos no pudieron, en doscientos años, haberse convertido en una población de varios millones de creyentes judíos extendida por todo el universo cultural del Mediterráneo. No eran más prolíficos que sus vecinos y asesinaban a sus niños igual que los demás.
Generalmente se asume que el judaísmo nunca ha sido una religión misionera y, si algunos prosélitos se unían a ella, eran aceptados con extrema reluctancia por el pueblo judío. La famosa sentencia del Talmud, «los prosélitos son una desgracia para Israel», se invoca para poner fin a cualquier intento de discusión sobre el tema. Pero ¿cuándo fue escrita?
El periodo comprendido entre Esdras, en el siglo V a.C., y la revuelta de los macabeos en el siglo II era una cierta clase de edad oscura en la historia de los judíos. La población judea debió de ser muy pequeña entonces ya que el inquisitivo Heródoto cuando atravesó el país en el año 440 a.C., lo pasó por alto totalmente.
Lo que sí sabemos es que, aunque los abundantes textos bíblicos de este periodo persa promovían el principio tribal de una exclusiva «semilla sagrada», otros autores escribieron obras que van en contra del discurso hegemónico, y algunos de estos trabajos entraron en el canon. La segunda parte del Libro de Isaías, el Libro de Ruth, el Libro de Jonás y el apócrifo Libro de Judith, todos pedían que el judaísmo aceptara a los gentiles, e incluso que todo el mundo adoptara la «religión de Moisés».
Todo monoteísmo contiene un potencial elemento misionero. A diferencia de los politeísmos tolerantes que aceptan la existencia de otras divinidades, la misma creencia en la existencia de un único dios y la negación de la pluralidad lleva a los creyentes a propagar la idea de la singularidad divina que ellos han adoptado. La aceptación por otros del culto al único dios es una prueba de la fuerza e ilimitado poder de su dios sobre el mundo.
A pesar de la tendencia de casta aislacionista implantada en la religión judía en tiempos de Esdras y Nehemías, que regresaría posteriormente como respuesta a las duras restricciones de la triunfante Iglesia Cristiana, la religión judía no era tan excepcional a la hora de propagar el monoteísmo como muchos piensan. La razón del gran aumento de los judíos era la conversión en masa. Este proceso fue impulsado por una política de proselitismo y una dinámica propaganda religiosa que alcanzó resultados contundentes en medio del debilitamiento de la visión pagana del mundo.
El helenismo inyectó en el judaísmo el vital elemento de universalismo antitribal que, a su vez, fortaleció el apetito de los dirigentes por propagar su religión, llevándolos a abandonar los mandamientos exclusivistas del Deuteronomio y de Josué. Los asmoneos no se consideraban descendientes de la casa de David y no vieron ninguna razón para emular la historia de Josué, el mitológico conquistador de Canaán. Quizá ésta fue la primera vez en la historia que una religión claramente monoteísta se combinó con un gobierno político: el soberano se convirtió en un sacerdote. Igual que otras religiones con una deidad única que llegarían al poder en el futuro, la teocracia asmonea utilizó la espada para extender no sólo su dominio territorial sino también para aumentar sus seguidores religiosos y, con la opción histórica de helenización cultural, llegó la posibilidad de conversión al judaísmo. Las fronteras se abrieron en ambas direcciones.
En el año 125 a.EC Juan Hircano conquistó Edom, el país que se extendía al sur de Beth-zur y Ein Gedi llegando hasta Beersheba, y judaizó a sus habitantes por la fuerza. Así fue como el gobernante sumo sacerdote asmoneo anexionó a todo un pueblo, no sólo a su reino sino también a su religión judía. En lo sucesivo, el pueblo edomita se consideraría una parte integral del pueblo judío. En aquel momento, unirse a la religión de otro grupo se consideraba como unirse a su pueblo, a su comunidad de culto. Pero solamente el progreso del monoteísmo permitió que semejante compromiso con la fe fuera tan importante como la tradicional asociación con el origen.
Este fue el comienzo del deslizamiento hacia el judaísmo de lo que podríamos llamar la judeanidad -una entidad cultural-lingüística-geográfica-, un término que denota una clase más amplia de religión-civilización. Este proceso evolucionaría hasta que alcanzó su apogeo en el siglo II d.EC.
¿Quiénes eran los edomitas? Ptolomeo, un oscuro historiador de Ascalon, estaba probablemente más acertado cuando afirmaba: «Los idumeos, por otra parte, no eran originalmente judíos sino fenicios y sirios; subyugados por los judíos y obligados a someterse a la circuncisión, a seguir sus mismas costumbres para poder formar parte de la nación judía, fueron llamados judíos».
Su número es desconocido, pero no pudo ser insignificante ya que su territorio tenía alrededor de la mitad del tamaño del reino de Judea. Los conversos judíos de origen edomita se casaron con los judeos y dieron nombres hebreos a sus hijos, algunos de los cuales desempeñarían un papel importante en la historia del reino de Judea. No sólo Herodes procedía de ellos; algunos de los discípulos del estricto rabino Shammai y los zelotes más extremistas que participaron en la gran rebelión también eran de ascendencia edomita.
Los judeos probablemente vivieron antes en Galilea, pero el país estaba poblado y gobernado principalmente por los itureos que tenían el centro de su reino en Chaléis, en Líbano. Su origen es oscuro, probablemente fenicio y posiblemente de tribus árabes. El territorio que se anexionó Aristóbulo se extendía desde Bet She’an (Scythopolis) en el sur hasta más allá de Giscala en el norte, es decir, la mayor parte de la Galilea actual sin incluir la costa. Las masas itureas habitantes originales de Galilea se asimilaron dentro de la creciente población judea y muchos se convirtieron en devotos judíos. Uno de los socios de Herodes era Sohemus el Itureo.
Hircano, padre de Judas Aristóbulo, tuvo que hacer frente a un complicado problema de conversión. Cuando conquistó la región de Samaria en el año 111 (o 108) a.EC, no pudo convertir por la fuerza a los samaritanos, que eran en parte descendientes de los antiguos israelitas. Ya eran monoteístas, rechazaban las costumbres paganas, observaban el Sabbath y practicaban la circuncisión. Desafortunadamente, estaba prohibido casarse con ellos porque su liturgia era ligeramente diferente y, además, insistían en celebrar ceremonias en su propio templo. Por ello Hircano destruyó Shechem (Nablus), la principal ciudad samaritana y borró el templo del monte Gerizim.
La palestina actual en la época helenística contaba con el núcleo judeo y las áreas de Idumea, Samaria y Galilea conquistadas y su población judaizada.
No sería una exageración decir que, si no hubiera sido por la simbiosis entre judaísmo y helenismo que, por encima de todo, convirtió al primero en una religión dinámica y en expansión durante más de trescientos años, el número de judíos en el mundo actual sería aproximadamente el mismo que el de samaritanos. El helenismo alteró y revigorizó la elevada cultura del reino de Judea y este acontecimiento histórico permitió a la religión judía montarse sobre el águila griega y atravesar el mundo mediterráneo.
Las conversiones que realizó el reino asmoneo solamente fueron una pequeña parte de un fenómeno mucho más significativo que empezó a principios del siglo II a.EC. El mundo pagano ya estaba empezando a repensar sus creencias y valores cuando el judaísmo lanzó su campaña de proselitización y se convirtió en uno de los factores que prepararon el terreno para la gran revolución cristiana. El judaísmo todavía no produjo misioneros profesionales, como no tardaría en hacer el cristianismo, pero su encuentro con la filosofía de las escuelas estoica y epicúrea dio origen a una nueva literatura que mostraba un fuerte deseo por ganar almas.
En aquel momento, Alejandría era uno de los más importantes centros culturales del mundo helenístico, y fue allí donde, ya en el siglo III a.EC. nació la iniciativa de traducir la Biblia a la koiné, el corriente y generalizado dialecto griego. El Talmud de Babilonia y la obra conocida más tarde como la Carta de Aristeas atribuirían la iniciativa al rey Ptolomeo II Filadelfo. Es probable que todo el Antiguo Testamento fuera traducido a lo largo de muchos años por un gran número de estudiosos judíos, y la empresa atestiguó la importante simbiosis que se estaba produciendo entre judaísmo y helenismo, a través de la cual el primero se estaba convirtiendo en una religión multilingüe. El propósito de traducir a otra lengua que no era la nacional era obviamente propagar el judaísmo entre aquellos que no la hablaban, o sea, los gentiles. La Septuaginta fue el vacilante comienzo de la labor misionera del judaísmo para las obras conocidas como los libros de los Apócrifos.
Al gran número de gentiles que fueron atraídos al judaísmo y a la plena conversión de muchos de ellos se sumó la presencia de cientos de miles, quizá millones, de judíos por todo el sureste del Mediterráneo. Damasco era un floreciente centro helenístico solamente superado por Alejandría, y allí la conversión al judaísmo fue incluso mayor que en Egipto. La popularidad del judaísmo, llegó al reino de Adiabene en las actuales Kurdistán y Armenia, donde su príncipe heredero se judaizó y al llegar al trono impuso su fe contra la nobleza que se le rebeló. El reino de Adiabene fue la primera entidad política fuera de Judea en convertirse al judaísmo, pero no la última. Tampoco fue la única que dio origen a una importante comunidad judía que sobreviviría hasta los tiempos modernos.
Si las conquistas de Alejandro Magno crearon una esfera helenista abierta, la expansión de Roma y su enorme Imperio acabó de completar el proceso. A partir de entonces, todos los centros culturales alrededor de la cuenca del Mediterráneo sufrirían el dinamismo de la mezcla y de la fragua de este fenómeno nuevo. Este mundo emergente abrió una nueva perspectiva para la propagación del judaísmo; en su punto álgido, entre un 7% y 8% de los habitantes del Imperio profesaban el judaísmo. La palabra «judío» dejó de señalar al pueblo de Judea para incluir a las masas de prosélitos y de sus descendientes.
La primera mención al judaísmo en los documentos romanos tiene que ver con la conversión, y algunas de las referencias a judíos que no eran habitantes de Judea abordan este tema clave. Si ocasionalmente estalló la hostilidad hada los judíos, se debió principalmente a su predicación religiosa. Los romanos eran, por lo general, típicos politeístas, tolerantes hacia otras creencias y el judaísmo era legal (religio licita). Pero no entendían la exclusividad del monoteísmo y todavía menos la urgencia de convertir a otros pueblos y llevarlos a abandonar las creencias y costumbres que habían heredado. Durante mucho tiempo, la conversión al judaísmo no era ilegal, pero era evidente que los conversos rechazaban los dioses del Imperio, y esto se percibía como una amenaza para el orden político existente.
El gran poeta romano Horacio hizo una humorística referencia al impulso misionero judío en uno de sus poemas; «Igual que los judíos, nosotros [los poetas] os obligaremos a uniros a nuestro numeroso partido». El filósofo Séneca pensaba que los judíos eran un pueblo maldito, porque «las costumbres de esta detestable raza han ganado tal influencia que ahora se los recibe en todo el mundo. Los vencidos han dado leyes a sus vencedores»
La crisis de la cultura hedonista, la ausencia de una creencia integradora en los valores colectivos y la corrupción que infectaba la administración del gobierno imperial parecían pedir sistemas normativos más estrictos y un marco ritual más firme, y la religión judía cumplía estas necesidades. El descanso del Sabbath, el concepto de recompensa y castigo, la creencia en una vida posterior y, por encima de todo, la trascendental esperanza en la resurrección fueron características tentadoras que llevaron a mucha gente a adoptar la creencia en el dios de los judíos.
Además, el judaísmo también ofrecía un raro sentimiento comunal del que parecía carecer la propagación del mundo imperial, con sus corrosivos efectos sobre las viejas identidades y tradiciones. No era fácil seguir el nuevo conjunto de mandamientos, pero unirse al pueblo elegido, a la nación sagrada, también proporcionaba un precioso sentido de distinción, una verdadera compensación por el esfuerzo. El elemento más intrigante de este proceso fue su aspecto de género: fueron las mujeres las que encabezaron el movimiento de judaización a largo plazo.
Los «temerosos de Dios» eran semiconversos, gentes que formaban amplias periferias alrededor de la comunidad judía, tomaban parte en sus ceremonias, asistían a las sinagogas pero que no cumplían todos los mandamientos. Josefo los menciona en varias ocasiones y describe a la mujer de Nerón como una temerosa de Dios. El término también se puede encontrar en muchas inscripciones existentes en sinagogas, así como en catacumbas romanas y se hace referencia a ellos en el Nuevo Testamento.
Fue precisamente en estas áreas poco definidas de un paganismo con problemas y de una conversión parcial o total al judaísmo donde hizo progresos el cristianismo. Llevado por el impulso del judaísmo en propagación y por el florecimiento de variedades religiosas sincréticas, surgió un sistema abierto y más flexible que hábilmente se adaptó a todos los que lo aceptaban. Resulta sorprendente hasta qué punto los seguidores de Jesús, los autores del Nuevo Testamento, Lactancio y Eusebio de Cesarea fueron conscientes de la competencia entre las dos políticas de mercado.
Lo estricto de los mandamientos, que producían esa esfera de penumbra de los “temerosos de Dios” fue hábilmente utilizado por Lactancio y Eusebio en su diseño del cristianismo en el siglo IV. Su nueva fe interpretaba mejor las sensibilidades del tembloroso mundo politeísta, y supo cómo ofrecerle un enfoque más sofisticado y manejable de la deidad monoteísta.
El primer objetivo del cristianismo recién diseñado fue parar en seco el proselitismo judío para poder crecer a costa de él. De hecho, los edictos aprobados por el mismo emperador Constantino I explican por qué el judaísmo empezó a encerrarse en sí mismo en la región mediterránea. El cristianizado emperador ratificó el edicto del siglo II de Antonino Pío, prohibiendo la circuncisión de varones que no hubieran nacido judíos. Los creyentes judíos siempre habían judaizado a sus esclavos; esta práctica quedó prohibida, y no pasó mucho tiempo para que se prohibiera a los judíos tener a esclavos cristianos. El hijo de Constantino intensificó la campaña antijudía prohibiendo la inmersión ritual de mujeres proselitizadas y prohibiendo a los judíos casarse con mujeres cristianas. El estatus legal de los judíos no fue drásticamente alterado, pero un judío que circuncidara a su esclavo era condenado a muerte; además, poseer un esclavo cristiano se podía castigar con el confiscamiento de la propiedad, y cualquier daño hecho a un judío cristianizado estaba castigado con la quema en la hoguera. Por otra parte, los nuevos prosélitos -si es que había alguno- corrían el riesgo de perder todas sus propiedades.
El judaísmo en el mundo pagano, aunque acosado, era una religión respetable y legítima. Bajo la represión cristiana gradualmente se convirtió en una secta perniciosa y deleznable. La nueva Iglesia no buscó erradicar el judaísmo; quería conservarlo como una vieja y humillada criatura que mucho tiempo atrás había perdido sus admiradores y cuya insignificante existencia enaltecía a los vencedores. En estas circunstancias el gran número de judíos que había por todo el Mediterráneo descendió inevitablemente a un ritmo acelerado.
Y mientras tanto ¿Qué pasó con los judeos?
Si los judeos nunca fueron exiliados de su país, y si nunca hubo una emigración a gran escala de su población agraria, ¿cuál fue el destino histórico de la mayoría de sus habitantes? Como veremos, la pregunta surgió en los primeros días del movimiento nacional judío, pero se desvaneció en el agujero negro de la memoria nacional.
Tomando en cuenta el levantamiento de masas dirigido por Bar Kokhba, así como la próspera cultura y agricultura judea en los tiempos de Judah ha-Nasi, su Era de Oro, e incluso después, podemos estar de acuerdo fácilmente en que «los Hijos de Israel» no sufrieron el exilio después de la destrucción del Templo. La mayoría de los estudiosos también están de acuerdo en que, entre la caída del reino, en el año 70 d.C., y la conquista musulmana seis siglos después, parece que hubo una mayoría judea entre el río Jordán y el Mediterráneo.
En el año 324 EC, en época de Constantino, la provincia de Palestina se convirtió en un protectorado cristiano y una gran parte de su población se convirtió en cristiana. Jerusalén – de la que los varones circuncidados fueron expulsados después de la rebelión de Bar Kokhba- gradualmente se convirtió en una ciudad predominantemente cristiana.
La lista de participantes en el primer concilio cristiano de Nicea en el año siguiente revela que también había comunidades cristianas en Gaza, Jabneh, Ashqelon, Ashdod, Lod (Lydda), Beit She’an, Shechem, Gadara y otros lugares. Parece que la desaparición de los judeos del país coincidió con la conversión de muchos de ellos a la cristiandad.
Aun así, las evidencias demuestran que la propagación del cristianismo no eliminó la presencia judía en el país, y que la población era un variado mosaico de muchos cristianos nuevos, un sólido bloque de creyentes judíos, una fuerte minoría samaritana y, por supuesto, el campesinado pagano que persistiría durante mucho tiempo en los márgenes de las culturas religiosas monoteístas.
La tradición del judaísmo rabínico en Judea, reforzada por sus fuertes conexiones con Babilonia, limitó la capacidad del dinámico cristianismo para ganarse las almas en la Tierra Sagrada. Tampoco la represión cristiana de las autoridades bizantinas consiguió extinguir la fe y el culto judío o detener la construcción de nuevas sinagogas, como claramente demostró el último levantamiento en Galilea, en el año 614 d.C., dirigido por Benjamín de Tiberíades.
Baer, Zinur y otros historiadores sionistas no estaban equivocados al plantear que la importante presencia judía se vio radicalmente reducida después de la conquista musulmana en el siglo VII, pero ello no se debió a que los judíos fueran desarraigados del país, algo de lo que no hay la más mínima evidencia histórica. Palestina, la antigua Judea, no fue arrasada por masas de emigrantes del desierto arábigo que desposeyeron a sus habitantes indígenas. Los conquistadores no tenían esa política, y tampoco exiliaron ni expulsaron a la población agraria de Judea, ya fuera que creyera en Yahveh o en la Trinidad cristiana.
El ejército musulmán que entre los años 638 y 643 d.C. arrasó como un tifón desde Arabia y conquistó la región era una fuerza relativamente pequeña. Su tamaño se calcula a lo sumo en 46.000 soldados, y el grueso de su ejército fue enviado después a otros frentes en las fronteras del Imperio bizantino. Aunque las tropas estacionadas en el país trajeron a sus familias, y probablemente se apoderaron de la tierra para establecerse allí, esto difícilmente pudo provocar un importante cambio de población: pudo reducir a algunos de los residentes a arrendatarios agrícolas. Además, la conquista árabe interrumpió el floreciente comercio del Mediterráneo, llevando a un gradual declive demográfico de la región, pero tampoco hay evidencias de que este descenso condujera a la sustitución de un pueblo.
Uno de los secretos del ejército musulmán era su actitud relativamente liberal hacia las religiones de los pueblos derrotados, desde luego siempre que fueran monoteístas. El mandamiento de Mahoma de tratar a los judíos y a los cristianos como «pueblos del Libro» les proporcionaba protección legal. El Profeta insistió en una conocida carta a los comandantes del ejército en el sur de Arabia: «Toda persona, ya sea judía o cristiana, que se convierte en musulmana es uno de los Creyentes, con los mismos derechos y obligaciones. Cualquiera que se aferre a su judaísmo o a su cristianismo no será convertido y debe [pagar] el impuesto establecido sobre todo adulto, hombre o mujer, libre o esclavo». No sorprende que los judíos, que habían sufrido una dura persecución bajo el Imperio bizantino, saludaran a los nuevos conquistadores e incluso se alegraran de su triunfo. Hay testimonios judíos y musulmanes que muestran que contribuyeron a la victoria de las fuerzas árabes.
Durante el periodo bizantino, a pesar de las persecuciones se construyó un buen número de sinagogas. Pero después de la conquista árabe la construcción gradualmente finalizó, y las casas judías de oración se volvieron más escasas. Es razonable suponer que en Palestina/Tierra de Israel se produjo un proceso de conversión, lento y moderado, que explica la desaparición de la mayoría judía del país.
Entre el judaísmo y el cristianismo se produjo un irreparable cisma ocasionado por la división de la divinidad que realizó este último y que agravó la rivalidad entre ambos, y el abismo se ensanchó con el mito del asesinato del Hijo de Dios que intensificó el odio mutuo.
Aparte de Siria y Egipto, Arabia era una de las regiones más cercanas a Judea y por ello la influencia de la religión judía llegó muy pronto. El reino árabe de los nabateos que hacía frontera con el reino de Judea se desintegró en el año 106 d.C., no mucho después de la caída de Jerusalén. Detrás de él se extendía la Península, habitada por tribus árabes nómadas y cruzada por comerciantes llevando mercancías de sur a norte. Los mercaderes judíos también alcanzaron los oasis de las principales rutas y algunos de ellos eligieron establecerse allí. Junto a sus bienes terrenales trajeron la creencia en un dios único, y sus ofertas espirituales -un omnipotente creador universal y la resurrección de los muertos- empezaron a cosechar seguidores entre las diversas sectas idólatras.
Antes del advenimiento del islam -siglo IV o principios del V- en la llamada «era de la ignorancia» de la historiografía árabe, los judíos se establecieron en Taima, Khaybar y Yathrib (más tarde llamada Medina), en el corazón del Hiyaz. No mucho antes del ascenso del islam, el judaísmo empezó a abrirse camino entre las poderosas tribus que habitaban estos centros. Las más conocidas, porque Mahoma chocó con ellas al comienzo de su campaña, fueron los qaynuqa, los quraiza y los nadhir en la región de Yathrib.
La propagación del monoteísmo judío, que todavía no era rabínico, debe de haber ayudado a preparar el terreno espiritual para el ascenso del islam. Aunque la nueva religión chocaba con fuerza con su predecesora, el Corán atestigua el papel decisivo que desempeñó la preparación ideológica del judaísmo. El libro sagrado musulmán contiene varias frases, historias y leyendas tomadas del Antiguo Testamento y sazonadas con imaginación local. Desde el jardín del Edén, a la Shekhiná, desde los cuentos de Abraham, José y Moisés, hasta los mensajes de David y Salomón, a los que se llama profetas, los ecos del Antiguo Testamento resuenan por todo el Corán (aunque no menciona a los grandes profetas como Jeremías e Isaías y, de los posteriores, solamente a Zacarías y Jonás). El judaísmo no fue la única religión que penetró en la península Arábiga; también el cristianismo competía en la búsqueda de creyentes y en algunos lugares tuvo éxito, aunque finalmente la Trinidad no se incorporó al canon musulmán. Además, en el territorio entre estas dos bien definidas religiones había algunas animadas sectas sincréticas, como los hanifs, todas las cuales contribuyeron al burbujeante crisol del que surgió el nuevo monoteísmo.
El triunfo del islam, a principios del siglo VII EC, limitó la propagación del judaísmo y condujo a una gradual asimilación de las tribus proselitizadas. Además, la nueva religión prohibía a los musulmanes convertirse al judaísmo, y cualquiera que propagase esas conversiones era condenado a muerte. Como se ha señalado en el capítulo anterior, los privilegios que se concedían a los que se unían a la religión de Mahoma eran difíciles de resistir.
Sin embargo, antes del levantamiento de Mahoma en el centro de la península Arábiga, la labor predicadora judía había llevado a la sorprendente conversión de todo un reino en el sur. Esta conversión en masa dio origen a una comunidad religiosa estable que resistió las victorias temporales del cristianismo, así como el posterior triunfo del islam, y que sobrevivió hasta los tiempos modernos, la Arabia Feliz.
El éxito de la propagación del judaísmo en el Magreó se debió probablemente a la presencia en la región de una población fenicia. Aunque Cartago ya había sido destruida en el siglo II aEC., no todos sus habitantes perecieron. La ciudad fue reconstruida y pronto volvió a ser un importante puerto comercial.
¿Adónde fueron entonces todos los cartagineses -los fenicios africanos- que poblaban la costa? Diversos historiadores han sugerido que un gran número de ellos se convirtieron en judíos, lo que explica la distintiva fuerza del judaísmo por todo el norte de África.
Parece razonable suponer que la estrecha semejanza del lenguaje del Antiguo Testamento con el antiguo fenicio, así como el hecho de que algunos de los cartagineses estuvieran circuncidados, facilitó la conversión en masa al judaísmo. El proceso también pudo verse estimulado por la llegada de cautivos de Judea después de la caída del reino. La vieja población, originaria de Tiro y Sidón, se había mostrado durante mucho tiempo hostil hacia Roma, y probablemente saludó a los exiliados rebeldes y adoptó su particular fe. La política filojudía de la mayoría de los emperadores de la dinastía Severa, originaria del norte de África, también pudo contribuir a la popularidad de la judaización. África del Norte fue uno de los éxitos más destacados de la historia de la proselitización en la región del Mediterráneo hasta el siglo IV.
Probablemente el judaísmo empezó a germinar en la península Ibérica en los primeros siglos después de Cristo, principalmente entre soldados romanos proselitizados, esclavos y mercaderes, igual que lo hizo en otras colonias imperiales en el noroeste del Mediterráneo. Las decisiones adoptadas por el sínodo de obispos en Elvira proporcionan evidencias del sincretismo monoteísta que todavía era fuerte en el sur de Europa occidental durante el siglo IV EC. Más tarde, la severidad con que los gobernantes visigodos trataron a los creyentes judíos y a los nuevos prosélitos, principalmente en el siglo VII d.C., llevó a muchos de ellos a huir a África del Norte. Su venganza histórica no tardaría mucho en producirse.
Los judíos eran unitarios al igual que los arrianos y, por tanto, enemigos políticos de los trinitarios (católicos), que fueron duramente reprimidos después de la traición de Recaredo y hasta la llegada de Wamba. A la muerte de éste y habiendo dejado a un heredero demasiado joven, el bando trinitario encabezado por Roderico dio un golpe de estado ante el que los unitarios, tanto cristianos como judíos, pidieron ayuda a sus hermanos del norte de África, concretamente a Tarik.
La conquista unitaria de la península Ibérica, que empezó en el año 711, fue realizada principalmente por regimientos bereberes que bien pudieron incluir a muchos prosélitos, que aumentaron el tamaño demográfico de las viejas comunidades judías. Fuentes cristianas trinitarias contemporáneas condenaron el comportamiento traidor de los judíos en diversas ciudades que saludaron a las fuerzas invasoras y que incluso fueron reclutados por ellas como tropas auxiliares. Realmente, la huida de muchos cristianos llevó a los judíos, sus rivales, a ser nombrados gobernadores de muchas ciudades.
La posterior llegada de los musulmanes a la península encontró una tierra unitaria como era su misma fe, lo que produjo una convivencia histórica entre las tres religiones del Libro.
En resumen, los judíos sefardíes tampoco eran judeos.
Comments