Copyright © 2020 Tomás Morales Duran. Todos los Derechos Reservados
Ya vimos las dos clases de budistas en el mundo, los étnicos cuya práctica se centra en adquirir mérito para alcanzar a conocer al siguiente Buddha a través de la ética y de la práctica de la generosidad (Dāna). Y luego, los «otros», apegados absurdamente a las enseñanzas extintas de un Buddha muerto. Es absurdo pero tiene explicación.
Dāna requiere no solo de donantes que la empleen como ejercicio de desapego sino también de gente virtuosa como receptores de los dones. Esta demanda ha dado como consecuencia la aparición durante el transcurso de los siglos de diversos «cleros» cuyos componentes, a cambio de aparentar virtud, pueden vivir sin trabajar.
Es una degradación del concepto original del renunciante indio que rechazaba la vida en sociedad y se iba a vivir a la selva como los primigenios héroes legendarios que surgían de sus profundidades. Si nos fijamos en los textos, los lugares de alojamiento del Buddha y su Sangha eran bosquecillos que mantenían dentro de las ciudades para que el los renunciantes pudieran permanecer en ellas. Un bhikkhu es alguien que pide para comer y vive en el bosque como un ser primitivo. Además, los votos eran de por vida.
Si tratamos de hacer comparaciones con los monjes que fueron apareciendo y reivindicándose como «herederos» del perdido Sangha del Buddha, tenemos que hacer un ejercicio que requiere mucha imaginación. Esos señores gordos, fumadores compulsivos, que viven en lujosos monasterios atendidos por laicos como servicio doméstico, y que ahí permanecen mientras se reponen de aprietos económicos, mientras que se entretienen en realizar actividades que en ocasiones sirven para justificar ingresos en efectivo que la delincuencia fiscal aprovecha para lavar, nada tienen de relación con la imagen del bhikkhu famélico que vive sobresaltado por los ruidos de la selva.
Y como la demanda de blanqueo de capitales predispone a la generación de efectivo que se justificará como «generosidad de los laicos», se inventan actividades. Entre ellas, los conocidos «cursos», «retiros», prácticas de «meditación»… o cualquier tarea que genere dinero en metálico. Todo esto es posible por la complicidad de los gobiernos que lo toleran bajo el manto de «libertad religiosa».
En estas circunstancias, como es lógico, no se puede esperar que los productos ofertados cuenten ni con calidad ni con seguridad exigibles, sino solo responden a lo que el público demanda bajo la consigna de que «todo es bueno», «todo está bien» y «cuanto más, mejor». En este mercado se observa que los mismos productos estrella se ofrecen por las más diversas «tradiciones» sin rubor alguno. Lo que diferencia a una de las demás es la puesta en escena, de tonos monocromos en los zen y muy colorida en los tibetanos, por ejemplo.
Es decir, contemplamos el panorama ideal para la estafa, el fraude y las lesiones.
Como saben que lo que ofertan es completamente inútil consideran erróneamente que más allá del daño económico que producen, que justifican como Dāna, los productos que dispensan son inocuos. Y no lo son. De hecho, producen daños irreversibles en la mente más graves y persistentes que las drogas de consumo. De nuevo, gracias a la tolerancia de los gobiernos.
El caso de la llamada «meditación vipassana» es un dramático ejemplo.
Surge como en Myanmar como una herejía milenarista que se acaba reconvirtiéndose en un producto de alta demanda en Occidente bajo la marca «mindfulness» y actualmente se ofrece desde el campo laico hasta el religioso en la práctica totalidad de «tradiciones».
En resumen, se trata de que el consumidor pase un mal rato sentado en una postura incómoda, preferentemente en grupo, durante una hora de reloj. Una hora es el tiempo que la gente acostumbra a estar desde la infancia en una actividad larga, como una clase. Más tiempo se vuelve rápidamente insoportable y perdería clientes. El éxito se basa en el «efecto chile»: después de una experiencia terrible, al superarla, el cerebro se premia con una fuerte dosis de serotonina, por lo que al acabar todos se muestran felices. Al ser un placer sensual, engancha, y de ahí su éxito, crear dependencia. Hay que sumarle a esto la alabanza sistemática que todas estas tradiciones, sin excepción, hacen a la consecución de la felicidad a través, precisamente, de los sentidos. Asombra que estando condenados por el Buddha, aquellos que supuestamente operan como clero «budista» hagan apología de los placeres sensuales. Lo que buscan apostatando de los principios más básicos del buddhismo es afirmar este «efecto chile» e impedir que la víctima lo identifique como algo perverso.
Funcionalmente no hay diferencias con el tráfico de drogas y la publicidad de las mismas.
Pero lo peor viene en las actividades con las que se rellenan esas horas de reloj. Las instrucciones son variopintas y cada operador se inventa las suyas, pero todas tienen en común mantener la atención de la víctima sostenida en el tiempo al máximo grado posible en detectar estímulos de tipo sensorial o conceptual y rechazarlo en cuanto se detecten y aparezcan. Se les requiere para que no se impliquen el ellos y de esta forma puedan descansar.
Este ejercicio lo que hace es condicionar a la mente a rechazar cualquier cosa que entre en su campo de atención y que lo llegue a hacer de forma inconsciente y automática. No hace falta darse cuenta que lo que se logra es destruir la capacidad de concentración de la víctima que será, a partir de cierto momento, incapaz de focalizarse mínimamente en nada ya que antes incluso de ser consciente del esfuerzo, la mente habrá rechazado el objeto.
El efecto es muy parecido a los daños cerebrales que se observa en los consumidores crónicos de marihuana, incapaces también, de conseguir concentrarse. La diferencia es que el abandono de las sustancias puede conseguir con el tiempo que la concentración regrese, pero en el caso de los practicantes de vipassana esto ya no es posible.
La concentración es la capacidad mental más importante del ser humano y es la base de las jhānas, con lo que sin concentración no hay jhānas, y sin jhānas, como vimos, no hay iluminación.
En este caso se comprueba como los «budistas» se esfuerzan para evitar la iluminación mientras corren detrás de la felicidad o del dinero.
¿Qué hacemos con los budistas?
Y los gobiernos permitiéndolo.
Comments