El Buddha no le deja el Sangha a nadie. Nadie puede dar instrucciones al Sangha. El Dhamma, su visión personal del Dhamma, quedó expuesto, lo proclamó, no dejó nada oculto. No hay nada esotérico. El Buddha pregunta al Sangha por última vez si tienen dudas. Nadie habla. Nadie tiene dudas. No las pueden tener. Todos los presentes eran, al menos, sotāpanna. Y los sotāpanna se caracterizan por haber erradicado la duda. Lección final. Todo expuesto. Ninguna duda. En la hora de la partida del Maestro, sus discípulos al menos están bien encauzados, todos entraron en la corriente. A su alrededor hay arahants, sakadagami, sotāpanna, anagami. El trabajo acabó. Es hora de cerrar. No hay más Buddha, no hay más Sangha. El trabajo que asumió después de su iluminación de enseñar porque hay gente con poco polvo en los ojos ha concluido. Es la hora del fin. Les deja el Dhamma, su visión particular, para que les guíe en la consecución del Arahantado a aquellos que aún no realizaron lo realizable. A partir de ahora, será su maestro. Porque mientras que el Buddha es condicionado, el Sangha es condicionado y por tanto sujetos a disolución, el Dhamma brilla por sí mismo. No depende de nada ni de nadie. Es la realidad tal como es. Es el faro que ilumina. Por encima de universos, existencias, samsaras… está el Dhamma. El Buddha se va. Él no es más que alguien que descubrió, que vió, que vivió en el Dhamma. Y sus discípulos se beneficiaron de esa beatitud, de esa cercanía. Ni uno solo de ellos, ni uno, fue digno de hacer lo que hizo el Buddha. Descubrir y enseñarlo. Así, el Buddha nunca enseñó cómo se descubre el Dhamma. Eso es un trabajo personal increíble, gratificante, generoso, fascinante que cambia la existencia, que te hace penetrar en otros planos… Enseñó durante esos cuarenta y cinco años facetas y más facetas de esta realidad increíble, y tuvo quien lo oyera y quien lo siguiera. El Buddha era la fuente y el Sangha quien lo bebía. Al no haber Buddha ya no hay más para beber. Quien ha llegado hasta aquí ha sido bien afortunado de haber aprendido y convivido con un Sammasambuddha. Un ser excepcional. Uno de poquísimos en la Historia. Coincidir en el espacio y en el tiempo con él fue una fortuna inmensa. Se cierra la escuela. Se va el maestro. Se despide a los alumnos. Todo estuvo bien. El trabajo acabó. A esperar al próximo Sammasambuddha. Y si alguien no quiere esperar, ahí tiene el camino: el del buddha solitario. Explorar, esforzarse, refugiarse en uno mismo, practicar jhānas. Todo parece el final perfecto. A los tres meses y cinco días, se reúnen 500 arahants convocados por Kassapa y con la asistencia de Ananda, componen la primera compilación de los discursos del Buddha impulsados por la indicación póstuma del Buddha, de que el Dhamma es el maestro. Se reúnen como una forma de reconstruir al maestro muerto. Su reunión en una enorme cueva fue llamada Primer Concilio. En ese momento, no era primero de nada. Solo una reunión póstuma para rehacer apuntes, para recoger lo que falta para que los que aún no completaron el Arahantado lo hagan, en un esfuerzo de generosidad de los arahants hacia el resto de nobles. Y ahí debería hacer acabado todo. Pero no. El final era demasiado perfecto. Y hasta un buen final está sometido a la impermanencia. El Buddha había adquirido una gran notoriedad y prestigio en la India y a nivel de los gobernantes sus consejos era bienvenidos y aceptados, aunque no quiso inmiscuirse en la política. El Buddha está muerto. Su prestigio aun así crece y crece. Después de su muerte, como todo héroe su figura se distorsiona y se agiganta. La gente que no lo conoció presta oídos a las maravillas que otros cuentan. Le dan un nombre: Siddhatta “del que lo logró”, le hacen príncipe de un reino fabuloso, le casan y le dan un hijo que le llaman Rahula “Impedimento”. A su madre la llaman Maya “Ilusión” y hace que nazca milagrosamente. Le asignan las 32 marcas del gran hombre, copiadas del Gilgamesh, héroe babilónico emblemático… al final termina siendo un dios al que adorar. Le hacen estupas, templos… Todo ese prestigio es una oportunidad de oro, una mina de autoridad, lista para ser tomada por los reyes de la época. Y Buddha está muerto. Pero sus discípulos no. Basta con acercarse a ellos como virtuosos monjes, hacer que el pueblo los vea juntos, aprender lo memorizado mientras esperan que los arahants vayan muriendo. Y ya. Falsos monjes se hacen maestros del buddhismo. Interpretan lo dicho por el Buddha. La gente les escucha. Se reúne en torno a ellos. Le apoya con comida, vestido, medicinas y alojamiento. Y prestigio. Una forma fácil de vivir. Los gobernantes, en lugar de arrestar a estos vividores, ven la ocasión de aliarse con ellos y así controlar al pueblo que de Iluminación no sabe, y si de héroes mágicos, muy al gusto de los indios de la época. Pero, entre vividores, enseguida hay discrepancias. Está genial vivir del cuento, pero tener que sujetarse a las 226 reglas del Vinaya es demasiado. Asi que, van surgiendo “escuelas” que luego se transforman en “sectas”. El plan era optimizar el negocio: recibir lo más posible sin tener que estar chingado con reglas y más reglas. Esto condiciona a que le Dhamma se descomponga. De que nadie está de acuerdo con nadie. Hay un momento en el que se registran 18 “escuelas” repartidas por la India. El desconcierto es total. En ese momento, un personaje sanguinario, Asoka, barre todos los reinos de la India y se enfrenta al reto de gobernarla. Y nada mejor que usando la doctrina de moda de la que no hay líder. Asi, tratando de poner de acuerdo a los impostores del budismo sin conseguirlo, crea una nueva fe: al Abhidhamma y lo impone como religión (sí, has leído bien) de Estado a lo largo y ancho de su vastísimo imperio, sentando así el precedente para Constantino, el emperador pagano que dictó el Credo cristiano. Y, a partir de él, la práctica totalidad de los estados tiránicos que fueron sucediéndose en Asia apostaron por esta religión. Incluso para imponer la servidumbre a los pueblos libres fue empleada. Con sólo mantener contentos a unos pocos, prescindibles a su vez, se tiene al pueblo tranquilo. Y siempre dando imagen de compasión mientras se cometen las mayores crueldades de la historia de la Humanidad. Y, de ahí, orgullosamente las distintas sectas budistas dicen que arrancan sus tradiciones y linajes. Linaje puro, directo, auténtico. Y como todo linaje que se precie, el tiempo se encargará de darle brillo. Pero no dejará de ser un linaje de impostores. Su resultado ahí está. Los occidentales del siglo XIX le llamaron “budismo”. Mezcla de superstición, adoración a Buda, magia negra o filosofías contradictorias en dependencia de pueblo, nación o raza sobre la que se asiente. Como la langosta. Y como eso vende mal en Occidente, hace unos años se lavaron la cara y aparecen ahora como eruditos y guardianes de unos textos que nunca fueron textos y de unas palabras que nunca fueron pronunciadas para ellos. Ni para ti. Pero… ¡qué bien viven! Quizá por eso se incomodan cuando les preguntan por la Iluminación… ¿Para qué? ¿Nos queréis chingar el negocio? Estrabismo, prognatismo, astigmatismo, botulismo, budismo… Suena a enfermedad… ¿no? Capitalismo, comunismo, leninismo, estalinismo, trotskismo, fascismo, nazismo, socialismo, anarquismo, terrorismo, racismo, feminismo, budismo Suena peor… Maesto en meditación, retiro de meditacion, entrada de meditación, pago íntegro de meditación, cuota mensual de meditación, cuota de recuperación de meditación, libro de meditación, audiovisual de meditación, traducción directa de meditación, monasterio de meditación, peregrinación de meditación, incienso de meditación, figurillas de meditación, asientos de meditación… …Anda, déjalo.
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