En el caso del budismo tibetano o Vajrayana su génesis obedece, además de las típicas características que hemos visto en todas las religiones, a la implementación de un sistema socioeconómico feudalista criminal que permaneció en Tibet mientras el lamaísmo se mantuvo.
Songtsen Gampo fue el 33º rey tibetano y fundador del Imperio tibetano a quien se le atribuye la introducción del budismo en el Tíbet, influenciado por sus reinas nepalíes y chinas, además de ser el unificador de lo que anteriormente eran varios reinos tibetanos. También se lo considera responsable de la creación del alfabeto tibetano, y, por lo tanto, el establecimiento del tibetano clásico, la lengua hablada en su región en ese momento, como la lengua literaria del Tíbet.
Se dice que Songtsen Gampo nació en Gyama en Meldro, una región al noreste de la moderna Lhasa, hijo del rey Yarlung Namri Songtsen. Algunos documentos de Dunhuang dicen que, al igual que su hermana Sad-mar-kar. Songtsen Gampo tuvo un hermano menor que fue traicionado y murió en un incendio, después de 641. La madre de Songtsen Gampo, la reina, desempeñó un papel importante en la unificación del Tíbet. Según la tradición tibetana, Songtsen Gampo fue entronizado mientras era un menor de edad como el trigésimo tercer rey de la Dinastía Yarlung después de que su padre fue envenenado alrededor de 618.
Se dice que Songtsen Gampo envió a su ministro Thonmi Sambhota a la India para diseñar un guión para el tibetano clásico, que llevó a la creación de las primeras obras literarias y traducciones tibetanas, registros judiciales y una constitución.
La religión lamaísta en sí tenía exactamente la misma edad que la sociedad feudal. El primer rey tibetano, Songtsen Gampo, estableció un sistema feudal unificado en Tibet alrededor del año 650 eC. y se casó con princesas de China y Nepal para aprender de ellas las prácticas feudales de fuera de Tibet. Esas princesas llevaron el budismo tantrista a Tibet, donde se unió con las antiguas creencias animistas y creó una nueva religión, mezcla de todo ello, el lamaísmo.
Durante el siguiente siglo y medio, la clase dominante le impuso la nueva religión al pueblo a la fuerza. El rey Trosong Detsen decretó: «Al que muestre su dedo a un monje se le cortará el dedo; al que hable mal de los monjes o de la política budista del rey se le cortarán los labios; al que los mire con recelo se le sacará el ojo…».
La creencia principal del lamaísmo es la reencarnación y el karma. Se dice que en cada ser humano vive un alma inmortal que ha nacido y renacido muchas veces. Después de cada muerte, se supone que el alma recibe otro cuerpo. Según el dogma del karma, cada espíritu recibe una vida merecida; la buena conducta crea un buen karma, que lleva a mejorar el status social en la próxima vida. La mala conducta crea mal karma y en la próxima vida uno puede ser un insecto o una mujer.
En Tibet, la creencia en la reencarnación tendría terribles consecuencias. Los que creen que el misticismo de Tibet es interesante, necesitan ver la función social que tenían esas creencias dentro de Tibet; el budismo lamaísta se creó, se implantó y se perpetuó para imponer una extrema opresión feudal.
Los lamaístas de hoy cuentan la historia de un antiguo rey que intentó cerrar la brecha entre los ricos y los pobres, pero no pudo. Le preguntó a un sabio religioso por qué no podía. «Se dice que el sabio le explicó que la brecha entre los ricos y los pobres no se puede cerrar a la fuerza, porque las condiciones de la vida actual son siempre las consecuencias de las acciones de la vida anterior y, por lo tanto, no es posible cambiar el curso de la vida por la fuerza de la voluntad».
«Desde un punto de vista político, el lamaísmo debe considerarse una de las formas más ingeniosas y nocivas de control social que se haya inventado. Para el tibetano común y corriente, aceptar esa doctrina significaba aceptar la idea de que es imposible cambiar su destino. Si uno nacía esclavo, según la doctrina del karma no era culpa del esclavista sino su propia culpa por haber cometido delitos en una vida anterior. A su vez, la vida privilegiada del esclavista era la recompensa que este recibía por lo que hizo en una vida anterior. Así pues, el que intentara romper las cadenas de su presión se condenaba a sí mismo a una vida futura peor de la que ya padecía. Evidentemente, no son ideas que llevan a la revolución…».
Los abades-lamas feudales de Tibet enseñaban que el lama principal es un ser divino, una combinación de dios-rey, cuyo gobierno y sistema lo dicta la ley natural del universo. Esos mitos y supersticiones enseñan que no puede haber cambios sociales, que el sufrimiento se justifica y que para no sufrir más uno tiene que tolerar el sufrimiento en esta vida. Eso es casi lo mismo que enseñaba la iglesia católica en la Europa medieval para defender un sistema feudal similar.
En Tibet existían dos principales clases: los siervos y los aristócratas propietarios de siervos. Los tibetanos vivían como los siervos de la Edad Media en Europa, o los esclavos y los aparceros africanos en el Sur de Estados Unidos.
Los siervos cosechaban cebada en la dura tierra con arados y hoces de madera. Criaban cabras, ovejas y yaks para obtener leche, queso y carne. Los aristócratas y lamas de los monasterios era dueños de los siervos, la tierra y la mayoría del ganado. Obligaban a los siervos a darles la mayor parte de los cereales y los sometían a muchas clases de trabajo forzado (llamado ulag). Los siervos, tanto hombres como mujeres, participaban en el trabajo más duro y en el ulag. Los pueblos nómadas de la árida zona occidental también eran propiedad de la nobleza.
A los siervos que eran tratados como odiosos inferiores, no podían usar los mismos asientos, palabras ni utensilios de cocina que sus dueños. Los castigaban con latigazos si tocaban alguna cosa del propietario. Los dueños y los siervos estaban tan alejados el uno del otro que en muchas partes hablaban distintos idiomas. Cuando un noble iba a montarse en un caballo, un siervo debía ponerse de manos y rodillas y servirle de escalón. Se recoge que una hija de la clase dominante hacía que sus siervos la alzaron para subir y bajar las escaleras por pura indolencia. Los dueños cruzaban los riachuelos montados en la espalda de sus siervos.
La única posición peor que la de un siervo en Tibet era la de un esclavo, que ni siquiera tenía el derecho de cultivar una parcela. A los esclavos los golpeaban, no les daban comida y los mataban de trabajo. Un señor podía esclavizar a un siervo a gusto. En la capital. Lhasa, compraban y vendían niños. Un 5% de la población eran esclavos y por lo menos otro 10% eran monjes pobres, que en realidad eran «esclavos con hábitos».
El sistema lamaísta bloqueaba toda tentativa de huir. Los siervos escapados no podían cultivar en las grandes tierras baldías del campo. Unos siervos emancipados explicaron que antes de la caída del lamaísmo no se podía vivir en Tibet sin amo. Cualquier persona podía agarrar como criminal a quien no tenía dueño.
En el Tibet, pensaban que ser mujer era castigo por el comportamiento pecaminoso durante una vida anterior. La palabra «mujer», kimen, significaba «nacido inferior«. Las mujeres tenían que rezar: «Que abandone este cuerpo femenino y renazca como varón».
La superstición lamaísta asociaba a la mujer con el mal y el pecado. Se decía que «de diez mujeres nueve son diablas». Consideraban que cualquier cosa que tocaba una mujer se dañaba, así que les imponían toda clase de tabúes, por ejemplo, tocar las medicinas. No se permitía a ninguna mujer tocar las pertenencias de un lama, ni podía erigir una pared, o ‘la pared se caerá’.
Una viuda era despreciable, y era una diabla. No permitían a las mujeres tocar el hierro ni usar instrumentos de hierro. La religión les impedía levantar sus ojos más allá de la rodilla de un hombre, de la misma manera que los siervos y esclavos no podían levantar los ojos al nivel de la cara de la nobleza o los grandes lamas.
Los monjes de la secta Gelug, la principal, rechazaban las relaciones íntimas (e incluso el contacto) con las mujeres, para alcanzar la santidad. Ninguna mujer había entrado a la mayoría de los principales monasterios o palacios del Dalai Lama.
Era común quemar a las mujeres por ser «brujas», a menudo porque practicaban la medicina tradicional o los rituales de la religión tradicional prebudista (conocida como bön). Dar a luz a gemelos era prueba de que una mujer había copulado con un espíritu malo y en las zonas rurales era común quemar a la madre y los gemelos recién nacidos.
Como en otras sociedades feudales, a las mujeres de las clases altas las vendían en matrimonios arreglados. El esposo podía, según la costumbre, cortar la punta de la nariz de su esposa si descubría que se había acostado con otro hombre. Otras costumbres patriarcales eran la poligamia (en que un hombre adinerado podía tener muchas esposas) y, entre la nobleza con poca tierra, la poliandria (en que una mujer tenía que ser la esposa de varios hermanos a la vez).
Para las clases de abajo, la vida familiar era semejante a la esclavitud negra. Los siervos no podían casarse ni salir de una finca sin el permiso del amo. Además, los amos trasladaban a los siervos de una finca a otra a su gusto, separando familias para siempre. La violación de las siervas era una práctica común: bajo el sistema ulag, un amo podía solicitar «esposas provisionales».
El pueblo tibetano llamaba a sus gobernantes los «Tres grandes amos» porque la clase dominante de propietarios de siervos estaba organizada en tres instituciones: los monasterios de los lamas poseían el 37% de las tierras cultivables y de pastoreo; la nobleza secular poseía otro 25%; y el 38% que quedaba les pertenecía a los funcionarios del gobierno nombrados por los altos asesores del dios-rey, el Dalai Lama.
Alrededor del 2% de la población lo formaba la clase alta, y el 3% eran sus agentes, capataces, administradores de sus fincas y comandantes de sus ejércitos privados. Los gerbos, una élite pequeñísima de 299 familias, estaban en la cima del sistema. Han Suyin escribió: «Solo 626 personas poseían el 93% de las tierras y de la riqueza nacional y el 70% de los yaks en Tibet. Entre ellos estaban los 333 cabezas de monasterios y autoridades religiosas, y las 287 autoridades seculares (contando la nobleza del ejército) y seis ministros del gabinete».
Los comerciantes y artesanos también pertenecían a un propietario. Una cuarta parte de la población de Lhasa sobrevivía pidiendo limosna a los peregrinos religiosos. No había industria moderna ni clase trabajadora. Tenían que importar hasta las cerillas y los clavos. Antes de la revolución, nadie recibía salario por su trabajo.
El núcleo de este sistema era la explotación. Los siervos trabajaban de 16 a 18 horas al día para enriquecer a su dueño y se quedaban con solo un cuarto de lo que cultivaban. Las fincas eran muy lucrativas. Un antiguo aristócrata dijo que una ‘pequeña’ finca típica tenía miles de ovejas, mil yaks, un número no determinado de nómadas y 200 siervos agrícolas. La producción anual constaba de más de 36 toneladas de cereales, más de 1800 kg de lana y casi 500 kg de mantequilla.
Los funcionarios del gobierno tenían ‘poderes sin límite de exacción’ y podían acumular una fortuna con sobornos para no meter a la cárcel o multar. Además, podían extraer dinero de los campesinos más allá de los impuestos oficiales.
En sus fiestas, la clase alta pasaba día tras día comiendo, en el juego y la holgazanería. Los lamas aristócratas nunca trabajaban. Pasaban los días cantando, memorizando sus dogmas religiosos y en la indolencia.
Entre el siglo XV y el siglo XVII, ocurrió un reajuste sangriento del poder. Los abades de los mayores monasterios consolidaron su Poder. Como por desprecio a la mujer practicaban el celibato, no podían basar su sistema político en la sucesión hereditaria de padre a hijo y crearon una nueva doctrina para su religión: anunciaron que podían identificar a los recién nacidos que eran reencarnaciones de los lamas gobernantes que habían muerto. Declararon que centenares de altos lamas eran «budas vivientes» (bodhisattvas), quienes supuestamente habían gobernado durante siglos, cambiando de cuerpo de vez en cuando.
Decían que el símbolo central de este sistema, el Dalai Lama, era el anciano dios tibetano de la naturaleza, Chenrezig, quien había reaparecido en 14 cuerpos en el curso de los siglos. De hecho, solo tres de los 14 Dalai Lama realmente gobernaron. Entre 1751 y 1950, el 77% del tiempo no hubo un Dalai Lama adulto en el trono. Los abades más poderosos gobernaban como asesores–«regentes» que enseñaban, manipulaban y hasta asesinaban a los Dalai Lama cuando eran niños.
Los monasterios no eran paraísos sagrados de compasión, como dicen sus defensores hoy. Eran oscuras fortalezas de explotación feudal, pueblos armados de monjes con almacenes militares y ejércitos privados. Los peregrinos iban a los santuarios para suplicar una vida mejor, pero la principal actividad de los monasterios era robar a los campesinos vecinos. Los monjes cultivaban muy poca comida; alimentarlos era una gran carga para el pueblo.
En los mayores monasterios vivían miles de monjes. Cada monasterio matriz creaba docenas (y hasta centenares) de pequeñas plazas fuertes esparcidas por los valles. Por ejemplo, el gran monasterio de Drepung (con 7000 monjes) era propietario de 40.000 personas en 185 fincas con 300 prados de pastoreo.
Los monasterios también imponían un sinnúmero de ingeniosos impuestos religiosos para robar al pueblo: impuestos por cortarse el pelo, impuestos por poner nuevas ventanas y umbrales, impuestos por niños recién nacidos o terneros, impuestos por niños nacidos con dobles párpados y así sucesivamente. Una cuarta parte del ingreso de Drepung provenía de intereses del dinero prestado a los campesinos. Además, los monasterios exigían que los campesinos les entregaran muchos varones para servir como niños-monjes.
Las mismas relaciones sociales de Tibet se reproducían dentro de los monasterios: la mayoría de los monjes eran esclavos y siervos de los altos abades y vivían medio hambrientos, trabajando como peones y rezando; los golpeaban rutinariamente. Los altos monjes podían obligar a los monjes pobres a tomar sus exámenes religiosos o a ofrecerles servicios sexuales. En las sectas más poderosas, consideraban la homosexualidad como una prueba de haber mantenido la debida distancia sagrada de la mujer. Un pequeño porcentaje del clero eran monjas.
Al preguntar a un joven monje, Lobsang Telé, si la vida en el monasterio seguía las enseñanzas budistas de la compasión, respondió que en las salas de la Escritura había oído hablar mucho de la bondad hacia todas las criaturas del mundo, pero que a él lo habían azotado por lo menos mil veces. «Si un lama de la clase alta se abstiene de pegarnos, eso ya es bueno. Nunca vi a uno de ellos darle comida a un lama pobre que tenía hambre. A los laicos creyentes los trataban igual o peor».
El Premio Nobel de la Paz, Tenzin Gyatso, un hombre sagrado a quien no le interesan las cosas materiales, fue el mayor dueño de siervos de Tibet. Conforme a la ley, era dueño de todo el país y sus habitantes. En la práctica, su familia controlaba 27 fincas, 36 prados, 6170 siervos de campo y 102 esclavos domésticos.
Cuando se mudaba de palacio a palacio, el Dalai Lama iba sentado en un trono cargado por decenas de esclavos. Sus tropas lo acompañaban cantando la canción «It’s a Long Way To Tipperary (una canción que aprendieron de los británicos). A lo largo del camino, los guardaespaldas del Dalai Lama, cada uno de cuales medía más de dos metros, llevaba hombreras protectoras, la cara pintada de negro y largos látigos, azotaban a todos los que se encontraran de por medio. Eso se describe en la autobiografía del Dalai Lama.
Cuando huyó la primera vez a la India en 1950, el Dalai Lama y sus asesores huyeron con cientos de mulas cargadas de barras de oro para vivir confortablemente en el exilio. La segunda vez que huyó en 1959, Pekín Informa informó que su familia dejó mucho oro y plata, junto con 20.331 joyas y 14.676 prendas de vestir.
Mientras tanto, el pueblo vivía con constante frío y hambre. Los siervos debían recoger leña para sus amos, mientras que en su choza se calentaban apenas con fogatas que hacían del estiércol del yak para cocinar. Antes de la liberación no había electricidad en Tibet; solo contaban con la luz mortecina de las lámparas con aceite animal.
Muchos siervos se enfermaban a causa de desnutrición. El plato tradicional es un guiso hecho de té, mantequilla de yak y harina de cebada que se llama tsampa. Los siervos casi nunca probaban carne. Una investigación de 1940 encontró que en el este de Tibet el 38% de los hogares nunca tenían té; solo tomaban una bebida de hierbas que encontraban o «té blanco» (agua caliente). En ocasiones, el 75% de las familias se veían obligadas a comer hierba; la mitad de la población no tenía para comprar mantequilla, que era la principal fuente de proteínas.
Mientras tanto, en el antiguo Monasterio Jokhan, quemaban como ofrecimiento religioso cuatro toneladas de mantequilla de yak por día. Se calcula que un tercio de la mantequilla del país la quemaban en sus 3.000 templos, sin contar los altares de las viviendas particulares.
En el viejo Tibet, la gente no sabía nada de higiene, sanidad, ni que los microbios causan enfermedades. La gente común y corriente no tenía baños, alcantarillado ni retretes. Los lamas enseñaban que las enfermedades y la muerte se debían a la «impiedad» pecadora; decían que la única manera de prevenir las enfermedades era rezar, obedecer, pagar dinero a los monjes y tragarse rollos de escritura.
Las antiguas supersticiones, las costumbres feudales y el bajo nivel de las fuerzas productivas causaban mucho sufrimiento y enfermedades. La mayoría de los recién nacidos morían antes de cumplir un año. Incluso la mayoría de los Dalai Lama moría antes de llegar a los 18 años de edad, cuando debían ser coronados. La viruela afectaba a una tercera parte de la población. Una epidemia de viruela en 1925 mató a 7000 personas en Lhasa; no se sabe cuántos murieron en el campo. La lepra, la tuberculosis, el bocio, el tétano, la ceguera y las úlceras eran muy comunes. Las feudales costumbres sexuales difundían enfermedades venéreas (incluso en los monasterios), que antes de la revolución infectaban al 90% de la población y causaban esterilidad y muerte. Era pecado matar a los piojos o a los perros rabiosos, conforme la prédica de la mística idea budista de no cometer violencia, sin embargo, el sistema de gobierno de los lamas se forjó en medio de ríos de sangre. Se dice que los lamas asesinaron al último rey de Tibet, Lang Darma, en el siglo X. Después siguieron siglos de guerras civiles con masacres de monasterios enteros. En el siglo 20, el decimotercer Dalai Lama pidió a los imperialistas británicos que modernizaran su ejército; también les ofreció soldados para luchar en la I Guerra Mundial. Es la idea lamaísta de la «compasión» y la «no violencia».
Las montañas de Tibet estaban infestadas de bandidos y cada finca tenía su propio ejército. La constante lucha, a veces abierta, a veces clandestina, caracterizaba la sociedad de Tibet y sus relaciones de Poder. Las revueltas campesinas contra el ulag eran recurrentes.
Cada propietario castigaba a «sus» siervos y organizaba grupos armados para proteger su autoridad. Escuadrones de monjes llamados «barras de hierro» golpeaban al pueblo con hierros.
«Salirse de su puesto» era un crimen, por ejemplo, pescar o cazar borregos salvajes, que los lamas consideraban «sagrados». También era criminal pedirle ayuda a otra autoridad contra una injusticia del dueño de uno. Cuando los siervos se escapaban, los grupos armados del dueño los perseguían. Cada finca tenía su propio calabozo y cámara de tortura. Les metían pimienta en los ojos y clavos debajo de las uñas. A veces les ponían cadenas cortas en las piernas y los soltaban para que anduvieran cojeando el resto de la vida.
Como los preceptos budistas no permiten matar, golpeaban a alguien a punto de matarlo y luego lo soltaban para que muriera en otra parte, podían decir que su muerte fue en acto del karma. Otros métodos salvajes de castigo eran cortar las manos; sacar los ojos con fierros calientes; colgar de los pulgares; lisiar; meter en un saco y tirar al río.
Como muestra de su poder, por tradición, los lamas usaban restos de cuerpos humanos en sus ceremonias: flautas hechas del hueso del muslo, cuencos hechos del cráneo, tambores de piel. En el palacio del Dalai Lama se encontró un rosario hecho de 108 cráneos. Después de la liberación, por todo Tibet los siervos informaron que los lamas hacían sacrificios humanos; por ejemplo, enterraban vivos a niños donde iban a construir un monasterio. Contaron que en 1948 sacrificaron a por lo menos 21 personas con la esperanza de impedir la victoria de la revolución china. Todo esto dentro de la más genuina tradición tántrica india que le da nombre al lamaísmo: el Vajrayana.
En resumen, al contrario que los otros dos budismos que eran patrimonio de la dinastía del emperador que los inventó, el lamaísmo organizó un orden social férreo del que aprovecharon todas las clases dominantes durante la historia. Primero los reyes, luego los aristócratas y finalmente los lamas.
El lamaísmo cae cuando Mao Zedong envía finalmente a un plenipotenciario para que el Dalai Lama abola la esclavitud sin más dilaciones, a lo que se había comprometido en 1954, y opta por huir a India acompañado por parte de la élite con el apoyo de la CIA. Al igual que sucedió cuando el hinduísmo derriba las dinastías Maurya fundada por Ashoka y posteriormente la Kushan de Kanishka.
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