Otra mentira repetida hasta la saciedad para justificar el estado es que es necesario para la aplicación de justicia, para lo cual se organiza una maquinaria de hacer leyes y otra paralela de administrar esa “justicia”.
Si observamos como realmente funciona este esquema, veremos que, como en todo, sirve a quien lo hace, a quien lo administra y usa al ciudadano únicamente como justificación abstracta cuando lo real es que no obedece al fin que proclama.
La Justicia es darle a cada cual lo suyo, el derecho es actuar respecto a lo que las leyes contemplen. Este divorcio entre lo natural y lo adulterado está en la base de la leyerragia y su administración. Hacer leyes para regular la vida del ciudadano en todos los aspectos posibles y hacerlo de forma incoherente no solo con el ideal de Justicia (darle a cada cual lo suyo) sino consigo mismo. Laberintos de normas que justifican a la postre una miríada de liberticidas que viven del ciudadano en forma de entes legislativos de todo tipo (ayuntamientos, gobiernos regionales, estatales, supranacionales, asambleas, parlamentos, congresos, senados, etc.) y toman como un gran éxito la elaboración de leyes y más leyes. Tan gigantesca leyerragia que, en España, por ejemplo, hay nada menos que 100.000 leyes que obligan a los ciudadanos.
No importa que no las conozcan, no importa que se las lean. La idea no es regular la vida en comunidad sino en usar el poder coactivo del estado para colocarse por encima del resto y usar el estado en su propio beneficio. Aunque todo el mundo tiene una idea innata de lo que es de cada uno, las leyes lo contradicen y sumergen al derecho en su laberinto de letras sin sentido, donde solo los sumos sacerdotes llamados magistrados, pueden decidir cual oráculo que es o que no es injusto.
Y lo que también es evidente es que, si existe corrupción, es decir, que se usan los medios que del estado en provecho de unos cuantos, es exclusivamente porque el sistema judicial es la madre de la corrupción. Es imposible que un sistema judicial eficiente y honesto permita cualquier clase de corrupción.
Tener a individuos como sacerdotes intocables del derecho los lleva más pronto que tarde, a usarlo en beneficio de quienes les benefician. Es tan viejo como la delincuencia. Y la máxima impostura es refugiarse en las decisiones de esos mismos jueces para justificar el robo, el saqueo o es asesinato.
A los jueces se les elige o selecciona, en el mejor de los casos, por su conocimiento del derecho, más bien sobre la interpretación de ese derecho, interpretación al gusto de quien aprueba al candidato.
Un derecho que está torcido por pura génesis.
El principio del fin de una sociedad está en la manía de legislarlo todo, y más aún, legislar sobre lo que está legislado, y más aún, hacerlo separando las leyes de la Justicia.
Y castigar. Esa es su especialidad: castigar, multar, encerrar, ejecutar.
¿Para qué queremos reglas si no se forma al ciudadano? El ideal es tener una sociedad armoniosa y no una sociedad basada en la injusticia donde los delincuentes hacen las leyes, los delincuentes imparten justicia y los delincuentes la ejecutan.
La formación de la Justicia es algo que debería ser obligatorio para todo individuo en toda época de su vida. En saber y conocer que es lo de cada uno, y en qué consisten las obligaciones que el individuo libremente acepta para beneficiarse de una sociedad. Y si no, ahí tiene el exilio o el destierro. Puerta abierta.
Y la labor de los jueces lo puede hacer la asamblea ciudadana, una mezcla entre jurado y asamblea. Y no, no es una utopía. Esto es similar al Derecho Griego, bastante más justo y menos indecente que el Derecho Romano.
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