ERA UNA CÁLIDA TARDE mecida por la brisa y el sutil roce de las hojas. A lo lejos el sol se ponía cansinamente dejando rayos anaranjados proyectándose en las pocas nubes. La selva estaba tranquila, el grupo dormitaba buscando alrededor hojas para encamarse en un sueño perezoso en la promesa de un mañana como hoy, como ayer, como fue siempre. Las necesidades de los miembros del grupo se resolvían, bien alargando una mano para coger fruta fresca, sabrosa y sana, bien de vez en cuando, en el momento en que la naturaleza despertaba, alargando levemente las dos manos hacia la primera hembra que estuviera receptiva y hacerla el amor lentamente, bajo la vista complaciente del grupo. Un día Ad’n, uno de los componentes más jóvenes del grupo se alejó sin perderse mucho. Merodeaba mirando sin buscar, con la vista perdida hasta que vió algo que le llamó la atención: en un árbol resplandecía una fruta que nunca había visto. Brillaba al sol y prometía ser jugosa. Alargó la mano, como era costumbre, la agarró y la llevó a su boca, y la mordió. Era la última fruta de la felicidad. Por supuesto él no lo sabía, experimentó una sensación inexpresable: se sentía en la cima del mundo, se sentía grande, pleno. Era una sensación tan agradable… La experiencia le duró el tiempo suficiente como para darse cuenta de que quería más… pero al cabo se le pasó. Se quedó vacío. Nada de lo que tenía en el grupo le satisfacía. Se fue a buscar más fruta de la felicidad, pero no la halló. Por parte alguna. Aquí reflexionó que la felicidad estaba ahí fuera, en alguna parte, y se puso a buscarla, cada vez con mayor desesperación. Pero reflexionó mal: la felicidad jamás estuvo fuera… aquí empezó su romance con la estupidez. Un día cuando recolectó una banana, se dio cuenta de que, si agarraba más de una, la sensación de felicidad volvía a aparecer. No era demasiado fuerte, pero para aliviar su dependencia era suficiente. Así que se puso como loco a agarrar toda fruta que pudo recoger, una tras otra, según la iba teniendo esa fantástica sensación le volvía… Pero le duraba poco, pero no importaba, mientras hubiera fruta que recoger todo estaría bien… Un día, que tenía mucha fruta recogida, empezó a imaginar que iría a encontrar muchísimas más en el valle que estaba más allá del cerro que dominaba su hondonada. Comprobó que solo de pensarlo, la sensación de felicidad le embargaba. Pensar le hacía feliz. Ad´n se consideraba un ser feliz…Ad’n descubrió el apego. En una de esas idas y venidas, que los otros miembros del grupo no comprendían, otro miembro del grupo inocentemente agarró, como era habitual, una banana del montón que recogió Ad’n. Al regresar, comprobó con desesperación que le faltaba una banana. Se puso a buscarla por todas partes. Empezó a experimentar una sensación feísima de vacío, de urgencia, de alarma: era la aversión. Con presteza buscó y buscó, encontrando la piel de la banana cerca del que se la llevó. Ad’n entró en una excitación que nunca ningún primate como él había experimentado. Era el odio. Le encendió de tal forma que golpeó con todas sus fuerzas al otro individuo que no entendía nada. El pobre salió huyendo y quejándose sin saber qué le pasaba a Ad’n. Ad´n vió que el montón de fruta era SU montón de fruta. Ese día Ad’n descubrió lo que era la propiedad privada. Y se dio cuenta de que era algo que debía defender, porque si no lo hacía, volvería la espantosa aversión y no sabía cómo tratarla… Ad’n acabó buscando una cueva donde ir acumulando sus tesoros…y cada vez pasaba menos tiempo con el grupo. Un día cuando el llamado de la naturaleza le llegó, se acercó a una hembra. Ésta le rechazó, más por temor que por otra cosa. Ad’n se sintió molesto y experimentó una intensa y molesta aversión. Él sabía cómo solucionarla: la raptó y la robó para sí. A partir de ese día esa hembra era suya. Y empezó a experimentar felicidad cada vez que pensaba en tener más hembras. Así que un día se quiso llevar todas las hembras. Ellas no se dejaron y el resto del grupo se opuso. Ad’n contrariado no entendía qué pasaba: experimentaba un profundo sufrimiento porque contaba con las hembras y no las consiguió. No se dio nunca cuenta que, cada vez que experimentaba un poco de felicidad pensando que conseguía algo, si lo conseguía dejaba de experimentar felicidad y, en cambio, si no lo conseguía el sufrimiento era tremendo. Y Ad’n se convirtió en un primate sufridor. Lo pasaba mal la mayor parte del tiempo. Y como la tontería nunca le abandonó, siguió pensando que el remedio a su sufrimiento estaba afuera: debía conseguir más comida, más hembras, a costa de lo que fuera, porque el sufrimiento le urgía. Tras un tiempo en el que Ad’n recolectaba más y más fruta, las hembras empezaron a acercársele. Veían que los hijos que tuvieran con él no les faltaría comida. Así se hizo de un harén al que atendía como podía. Ad’n no paraba de descubrir cosas nuevas: ahora también sabía qué era el machismo… Los demás le huyeron porque les robaba todo y no comprendían tan extraño comportamiento. Había arrasado con toda la fruta del valle y no les quedó otra que irse y perderse en la niebla de la Historia… Ad’n acostumbraba a emitir un sonido para pedir ayuda a los otros primates. Pero ahora estaba solo, solo con unas hembras que le exigían hasta el último esfuerzo. Un día emitió el sonido por pura desesperación y, aunque estaba solo, alguien acudió presto a ayudarle: era él mismo. Probó a emitir el sonido y él mismo, al escucharlo se dispuso a ayudar. Ad’n encontró un ayudante estupendo que respondía siempre que él lo solicitaba. Ad’n descubrió el ego. Y vió que cuanta más cosas tuviera su buen amigo mejor le ayudaría, así que le dedicó todo lo que tenía, e hizo un ego potente, lleno de posesiones. Extendido, poderoso. Ad’n, aunque sufriente se sentía satisfecho. El dolor, el sufrimiento permanente y el ansia por apagar su sed de felicidad no le dejaban pensar con mucha claridad. El romance con la estupidez llegó a su culmen. Ad’n se volvió estúpido: en lugar de adaptarse al mundo, como siempre habían hecho, se propuso cambiar el mundo para adaptarse a él. Si encontraba un problema, invocaba a su ego y juntos trataban de solucionarlo, aunque no hiciera falta, haciendo todo cada vez más y más complejo. Resolver problemas daba felicidad a Ad’n, que no tuviera sentido ni siquiera lo consideraba. Esta actitud tendrá a la postre resultados trágicos. Ad’n se convirtió así en la fórmula del éxito evolutivo: tenía hembras y comida. Los otros, ni hembras ni comida. Ad’n se reprodujo una y otra vez. Tuvo cientos de hijos a los que enseñó lo que era felicidad y lo que debían hacer para conseguirla. Los múltiples hijos de Ad’n formaron grupos para ir a recolectar, mientras que las hembras se quedaban para cuidar de unos hijos que cada vez tardaban más tiempo en independizarse. Los machos se comunicaban solo para la caza, mientras que las hembras creaban la civilización. Así, al cabo de millones de años de extrema especialización se formaron dos subespecies bien definidas, con cerebros sustancialmente distintos diseñados para tareas diferentes. Pasaron los milenios, y su descendencia fue desplazando al resto de humanos, heredando así la tierra. Ahora, les tocaba a sus descendientes pelearse por la herencia. Un buen día Aanu, descubrió que, si daba lo que le sobraba a otros humanos, experimentaba también felicidad. Así que se aficionó, y se volvió popular entre los otros. El problema es que debía recolectar mucho más de lo que podía con sus manos. Aun así, se sintió satisfecho, pero su hijo Pataki, no. Se le ocurrió la idea de hacer una gran fiesta para regalar cerdos a todos sus vecinos. Y empezó a cazar cerdos en la selva. Después de seis años, tenía cerdos suficientes para invitar a una orgía de comida a su tribu y a las vecinas. Con algarabía todos los humanos participaron de la fiesta, y se mostraron agradecidos con Pataki. Pero repetir la hazaña no iba a ser fácil. Era demasiado esfuerzo. Pataki un día le dijo a su vecino Ore: – “¿Me ayudarías a cazar cerdos para la fiesta?” Ore asintió con entusiasmo. Participar de la fama de Pataki daba felicidad también. Ore y Pataki fueron convenciendo a una decena de hombres a ir a cazar cerdos. De esta forma, en solo un año, pudieron repetir la hazaña y dar de comer a toda la comarca. Su popularidad iba creciendo. A los humanos le gustaba acercarse a Pataki y compartir con él su felicidad. Pataki se convirtió así en el primer Hombre Importante de la Historia. Sus descendientes mantuvieron la tradición y asi fueron la primera dinastía de Hombres Importantes. Lo que les reportaba inmensa felicidad. Sin embargo, había algo que debían solucionar: cuando salían de caza no podían aseguran que hombres recién llegados no violaran a sus mujeres y luego huyeran. Como vivían temerosos de perder lo que tenían, Alufa, otro Hombre Importante, diseñó una inteligente estrategia: dejó a cargo de la tribu, al partir a cazar cerdos, a un anciano débil e indefenso al que vistió de pieles, dándole un aspecto atemorizador. Cuando llegaban extranjeros les decía que, si el viejo nombrado por Alufa les miraba mal, un desastre arruinaría su vida, salud y, lo que era peor, su próxima vida. Para ello empleaban tiempo y recursos en enterrar a sus muertos. La aversión a la pérdida de la vida actuaba a su favor… Los extranjeros miraban al viejo con un respeto rayano a miedo: él solo podía mantener el orden público cuando no había nadie para hacerlo. Alufa, así, introdujo la religión. Y la apoyó. Y en esto llegó la agricultura extensiva. Y se hizo necesario guardar el grano de una temporada a la siguiente. Y ¿en quien confiar para hacerlo? Obviamente en el Hombre Importante. Construyeron poblados igualitarios con una casa más grande, que era donde se guardaban las cosechas, la casa de Hombre Importante. Algún tiempo después, llegó Ori, un hombre que quiso ser importante. Tenía recursos, pero su carácter le hacía impopular. Cuando pedía que le ayudaran, la gente rehusaba. Así que decidió un día obligar a la gente a hacerlo. Para ello, se ayudó de algunos hombres a los que prometió repartir con ellos el grano del poblado a cambio de protección. Gracias a ello, Ori se convirtió en Jefe. Alguien al que los demás estaban obligados a obedecer. Muchos se escapaban del control tiránico de Ori, escapándose a las colinas. Pero había ciertos lugares en que esto se llegó a hacer imposible. En los valles de los ríos más grandes, se introdujo el regadío. Eran obras de muchas generaciones, por lo que huir ya no era opción. Oba, descendiente de Ori, se convirtió en rey. Un rey con una religión que servía para mantener el control de la gente en todo momento, por lo que Ori empleó esfuerzos ingentes en invertir en creencias. Las mismas que le servían para que sus súbditos trabajaran gratis para él, sin necesidad del costoso uso de la fuerza. Los reyes fueron tomando fuerza, llevando a la guerra a sus pueblos y a sus dioses en su afán de aumentar su ego mediante el aumento de sus posesiones. Lo que más felicidad les daba era vencer a otros egos, a otros dioses y aumentar así su poder. Las guerras entre reinos vecinos se hacían frecuentes. Y siempre eran guerras entre dioses, o sea, entre poderes coactivos de uno u otro lado. Que venciera Yahveh frente a Baal significaba que el rey de Israel y sus sacerdotes podían aumentar su felicidad al poseer más de lo que tenían y con la excitación añadida de poder sortear a la aversión a perderlo todo. Sin embargo, aun en la cima del mundo, la aversión a la muerte y a la pérdida de todo lo adquirido es directamente proporcional a lo que se posee, por tanto, cuanto más arriba se llega más dura resulta la caída a la hora inevitable de la muerte. Creyéndose sus propios mitos, Faraón movilizó a su pueblo para perdurar con toda su pompa y boato más allá de la muerte dejándonos las únicas maravillas del mundo antiguo que aún perduran. Son un monumento a la preservación de la felicidad más allá de la aversión a la muerte de un solo individuo. Faraón se sentía hijo de Ra, el Sol, lo que le acreditaba para una vida después de la vida, tan placentera como la vivida. Pero también, a ser el único poseedor de las lágrimas de Ra: el oro. Detalle importante, como veremos. Poder participar de la eterna felicidad de Faraón era poseer aquello que solo poseía Faraón: oro. Así comenzó la historia de la extraña atracción del humano por un metal que no se come, ni se bebe ni se siembra. Oro. La avaricia introdujo a los humanos en la historia: las primeras tablillas eran cuentas de grano entregadas. Luego, se empezó a guardar ideas en ellas. Y en piedra, las primeras leyes y normas. Siempre que un rey ha dictado normas lo ha hecho por el bien común, o sea, para ordenar la avaricia y la sed de felicidad de sus súbditos. En India, en la planicie gangética, un inconformista, al que llamaron el Despierto, se fue a buscar la razón de por qué la gente sufría. Buscó en sí mismo y de muchos modos hasta que descubrió la forma de activar la felicidad a voluntad. Eso le abrió la puerta a entender cómo funcionaba el mundo: creyó que el origen del sufrimiento era el deseo. Estuvo cerca. Pero tras casi medio siglo de prédicas y discursos, murió sin que realmente nadie se enterara de cómo lo hizo. Así pues, ya puestos, crearon lo que sabía hacer muy bien: una religión, para la no es necesario comprensión alguna, solo fe, que es la “inteligencia de los tontos”. La derrota de Jerjes en Grecia cambió el paradigma de mejor eres cuanto más grande es tu señor. Se abría una espita al pensamiento libre. Una buena parte de las escuelas filosóficas griegas buscaban la felicidad a través de la ataraxia. Y discrepaban en la forma de conseguir la felicidad. Pero no todos. La segunda chispa de luz, apareció cuando Alejandro exclamó que, de no ser quien era, le gustaría ser Diógenes. ¿Cómo era posible, bajo la luz de la avidez, que el hombre más poderoso del mundo quisiera ser como aquel que vivía en un tonel, no tenía más que un báculo y un manto y se reía de todos? Diógenes le había espetado preguntándole que a dónde iba. Al responder Alejandro que iba a conquistar el mundo, y que luego volvería, Diógenes se rió de él y le dijo: “yo ya estoy aquí. Asi que, ve”. Y no regresó. El desbarajuste provocado en Grecia destrozó la religión como medio de control del pueblo, e incluso introdujo la democracia frente a las dictaduras de reyes. Experimento corto y que nunca se comprendió: la “democracia” griega era una “aristocracia”. Roma vino a sustituir a Grecia, la república romana democrática dejó paso al Imperio. Éste se encontró con el éxito de la avidez frente a todos. Roma era una orgía de muerte, placer, sufrimiento y avidez. Esa máquina logró dominar a la cuarta parte de la humanidad, y toda su obsesión era la aversión a ser conquistados, mientras que su avaricia extraía recursos de todas partes para alimentar a un imperio voraz. Constantino el Grande, incluso antes de conquistar todo el poder, se dio cuenta de que podría usar el arma mágica que Gracia destrozó, que era la religión de Estado, para tener el control de las masas. El control mental sin necesidad de coacción física que era muy costosa. Como no existía tal cosa, encargó a un fanático religioso, Lactancio, que le montara una a media. Las obsesiones paranoides de Lactancio de un dios único, de un apocalipsis, de un infierno, fueron moduladas por Eugenio de Cesárea que puso un poco de sentido común, una ética y, sobre todo, basó el éxito del invento en la promesa de la felicidad mediante el amor. Así, se conseguía el éxito sin precedentes de mantener a la gente amansada buscando la felicidad a través del altruismo, sin molestar. Bastaba con decir que algo, alguien, un enemigo a quien quisieras destruir iba contra el amor, para ser directamente liquidado. Era el arma perfecta. Con ella se hizo del Imperio y lo dominó, tanto él, como cientos de reyes más a partir de ese momento. A su arma la llamó “cristianismo”. Lactancio y Eugenio estuvieron muchos años organizando el mito, un mito que colocaron 300 años antes, de forma que no hubiera posibilidad de que les descubrieran. Hicieron un cóctel de milagros, hazañas y dichos más exitosos del mercado de religiones que era Roma. Redactaron 27 libros que llamaron Nuevo Testamento, y lo empalmaron con la religión judía porque era la única monoteísta disponible en el Imperio. Después de hacer intercalaciones en autores entre esas fechas, o incluso inventarse autores que solo tenían escritos, nada de vida, el engendro quedó redactado. El concilio de Nicea fue el pistoletazo de salida de la nueva religión de estado, religión que duró mucho más que el imperio y que cumplió además la función de enterrar la cultura grecolatina en favor del desvarío de Lactancio sumiendo a Europa en un milenio de oscuridad medieval. Aunque mil doscientos años después del invento de Lactancio, Occidente se volvió hacia la Grecia y Roma clásicas, lo hizo bajo el prisma miope y deformado del pensamiento mágico de Lactancio. Los hombres importantes se llamaban nobles, y el primus inter pares le llamaban rey. Se repartían todo y el resto del pueblo se dedicaba a mantenerles. Tal poder llegó a tener la Iglesia que tenía sometidos mediante arbitraje a los reyes, aunque a veces, éstos se rebelaban. Este poder le llevó a ser la propietaria de la mayor parte de la tierra. Con el tiempo, el pensamiento mágico de Lactancio no podía ser mantenido, y se provocó una ruptura entre lo que se llamó ciencia y la creencia lactanciana. La ciencia se dedicaba a explicar el qué de las cosas. Jamás el por qué y aún menos el para qué: de nuevo la estupidez humana dominando hasta el conocimiento. La absurda e innecesaria idea de Dios fue el tema a rebatir por cientos de filósofos y científicos durante muchísimo tiempo. Era un tema complicado porque el concepto Dios servía al pueblo como fuente de felicidad al prometer cosas tan graciosas como justicia después de la muerte. Todo servía para el control social. Tres estados constituían la sociedad: nobleza, clero y plebe. Pero la plebe fue teniendo cada vez más acceso al dinero. El dinero se introdujo como instrumento de intercambio, pero con el tiempo cobró importancia por sí mismo. El dinero podía producir más dinero, fértil como la tierra. Con una burguesía rica, pero sin derechos porque el dinero no venía de Dios, según Lactancio porque para Faraón era diferente, la tensión social creció de tal modo que sucedió la Revolución Francesa. La burguesía tomo el poder pasando por la guillotina al Rey y a una buena cantidad de nobles y clero. Los nuevos hombres importantes se percataron que, a partir de ahora, no era conveniente aparecer como dominadores del poder político. Debían poner a marionetas que, en caso de necesidad, pagaran con su cuello los excesos de los hombres importantes. Así renació la “democracia”. Se parte de un principio estúpido, pero buenista: todos los hombres son iguales. Así vale igual el voto del tonto como del listo. Pero al ser infinito el número de tontos el resultado es de esperar: el peor. Y este resultado, el peor de los posibles, no consiste en otra cosa que instalar a los hombres importantes en una oligarquía dedicada a recoger todos los bienes que los tontos se esfuerzan en crear, en aras de un bien común, engañados por unos sinvergüenzas que compiten en engañar mejor y por más tiempo a la masa estúpida con la anuencia de la también importante masa de idiotas, o abstencionistas. El pago de los sinvergüenzas no le cuesta a la Oligarquía, se lo permiten tomar de los restos del robo global en forma de corrupción. Así, todos felices: los oligarcas siendo cada vez más ricos, los políticos siendo cada vez más inmorales y los tontos e idiotas siendo cada vez más libres… bueno, eso creen y si lo creen para ellos es verdad. Este diseño mejorado tiene la ventaja de quien es ajusticiado, en el caso remoto de que los tontos se rebelen, no son los hombres importantes, sino los prescindibles políticos. Y así entramos en la primera revolución industrial. Aunque se dome la energía se necesita a los seres humanos para que el capital, convertido como vimos en tierra fértil, se multiplique. Hasta ese momento, el trabajo lo realizaban los esclavos y menesterosos, y los calvinistas. Como Lactancio odiaba a los ricos, sus ideas hicieron más bien vagos a aquellas naciones cuyos delirios se mantuvieron más en el tiempo. Llegó el día en el que los oligarcas consideraron que mantener esclavos era demasiado oneroso: había que pagar por ellos, curarles, cuidarles, darle trabajo fijo, y si no había trabajo, se les tenía que mantener igual… casa, comida, pareja… Se les ocurrió que un obrero salía mejor: si no trabajaba, no comía. Además, es gratis: se ofrece a trabajar y es feliz trabajando. Y lo mejor de todo, es que es sujeto a impuestos, por lo que podían ser ellos los que mantuvieran la maquinaria necesaria para reprimirles. En pocas palabras, ellos se encargaban hasta de sus latigazos. Solo había que esgrimir la palabra “Libertad” para que su idea generara felicidad y la gente luchara, y muriera, por ella. La situación de los obreros industriales convertidos en ganaderos de sus propios hijos, llamó la atención de Carlos Marx, que se las ingenió para montar toda una teoría del motor de la historia basada en la plusvalía. Como siempre, buscando fuera el problema, Marx volvió a apuntarse al carro de los estúpidos. Marx apostaba a que la avaricia de muchos humanos resultaría ser mayor que la avaricia de los oligarcas. Pero lo que no quiso entender es que la avaricia del oligarca es infinita. Y, además, la estupidez es exponencialmente proporcional a peso de la masa, por lo que la lucha de clases nació con un serio hándicap: los oligarcas son más avaros y menos estúpidos que los obreros, menos avaros y muchísimo más estúpidos. El pulso entre avaricia y estupidez estuvo peleando durante los siguientes cien años. El final era el previsible. La actividad que mejor retrata la estupidez humana es, sin duda, la guerra. Podríamos definirla como un revuelto entre una aversión extrema a perder la felicidad y una felicidad extrema a perder la aversión. Es el caso más patético de locura colectiva. El siglo XX retrató perfectamente a los humanos. Algunos pontificaron que sin destrucción no habría construcción. Pues, ya puestos a construir lo que la guerra destruyó, se tuvo que recurrir a duplicar la mano de obra. Y nada mejor que mirar al lado: se convenció a la mujer para que duplicara su esfuerzo y trabajara por menos que el hombre. Como siempre, el lema con el que sentirse feliz: “igualdad de género”. Y, claro, a trabajar. Jornadas dobles sin descanso para sentirse “iguales”, como si ser “iguales” fuera mínimamente deseable. Fueron los masones a los que se les ocurrió la idea. Hombres ellos, claro: que también trabajen ellas y por menos dinero. El feminismo fue calando poco a poco en una población atónita que veía impotente como se la acusaba se genocidio ideológico y, sistemático de las mujeres. Una vez más, la estupidez volvió a rayar el infinito. Lo mejor de todo no fue que por el costo de un hombre, ahora tenían trabajando al mismo hombre, a la mujer y, además por la pura supervivencia. Lo mejor fue que la culpa no se la atribuyeron a los oligarcas, no, sino al hombre contra el que se abrió la veda de caza. Dos esclavos por menos de lo que cuesta uno. Los oligarcas están que se salen. Pero el asunto podría ir aún más allá. El dinero, la tierra fértil, donde se multiplicaban los sueños de felicidad de la oligarquía estaba restringida a la cantidad de oro disponible. Pero el oro no se podía multiplicar. Estados Unidos, que era el banquero del oro del mundo, un día se lo robó todo. Nixon les fue a decir a todos los países que los recibos de oro que guardaban como referente a su riqueza (los dólares) no valían ni el papel en el que estaban escritos. La situación era tremenda. Todo el mundo estaba arruinado. Los humanos, llevados por la aversión a la ruina, hicieron como si no lo hubieran oído y siguieron dando por buenos sus dólares. Ahora ya, el dinero se podría multiplicar hasta el infinito y más allá. Estados Unidos pasó de ser la principal economía del mundo, en base a su potencia industrial, a ser la economía tercermundista más grande del planeta: exportadora de basura, algunas materias primas y, sobre todo, de dólares. Es evidente que había países que no estaban dispuestos a entregar bienes reales por papeles. En este momento, se hace nacer el “neoliberalismo” y la “globalización”. La idea es que les acepten los papelitos en todas partes sin ninguna clase de restricción. A quien no colabora, se le envía a la Armada de los Estados Unidos, no ya para convencerles de negociar, sino para llevar a cabo un lanzamiento en toda regla. Estados Unidos pasa así a trabajar de matón del mundo. Otra estupidez fue mantener la formalidad de que se crea dinero a cambio de deuda. Es completamente imbécil, porque se exigen intereses… ¿y cómo se paga un dinero que no se ha creado? La locura lleva a que se deba mucho más de todo lo que existe. Pero esto no acaba aquí. Todo se justifica con el futuro. La patada a seguir se llama “crecimiento”. Ahora no tenemos, pero tendremos. Nadie parece darse cuenta de que el planeta es finito y se agota. Pero eso a la avaricia ¿qué le importa? El caso es que el futuro también se compra y se vende y también se convierte en deuda. Así llegamos a que se deben nueve planetas. Ya sabemos que la avaricia es infinita, mucho mayor que los recursos del planeta. Y mucho mayor que la basura que el planeta puede soportar. De pronto, la gente empieza a darse cuenta que el clima está cambiando, pero no está dispuesta a cambiar de costumbres: comer carne de rumiantes está fuera de toda discusión, así que se echa la culpa del calentamiento global al CO2, sin más base que un informe de la EPA redactado por un becario. Se monta el mantra del ecologismo sobre la base de felicidad de hacer algo “bueno” por el “planeta” y ayudado por el fantasma de la aversión a que se te inunde la casita de la playa. Se movilizan a todos los países y se firman acuerdos para que se compren y vendan “derechos de ensuciar”, como si el planeta no fuera el mismo. Se diseñan esquemas para evitar el CO2, aumentar el gas natural y todo aquello que dispara el metano. Al cabo de muy poco tiempo, las peores previsiones se sobrepasan por mucho y se acaban dando cuenta que hacer depender el futuro del planeta de un becario ya era estúpido de más. La EPA alerta de que el metano acabará con el planeta en muy poco tiempo porque se comporta en un modelo de retroalimentación positiva incontrolable y que las multimillonarias inversiones de cambio de paradigma energético debían echarse para atrás porque son un verdadero suicidio. ¿Y qué se hace? Se cierra la EPA. El metano de las vacas, de los basureros, el metano de los pozos de fracking o del gas natural “limpio”, calientan el planeta. El calentamiento del planeta descongela millones de kilómetros cuadrados de permafrost en Siberia y Canadá. El suelo descongelado libera el metano retenido por ese hielo. Más metano significa más calentamiento. A uno se le ocurre poner millones de aires acondicionados en el polo norte… A más calentamiento, los inmensos depósitos de metano de los mares empiezan a liberarse. Secaron mares, desertificaron selvas, inundaron costas… Esperando en la terminal de carga a embarcar hacia Marte, Ad’n recuerda cuando todo lo que tenía que hacer era alargar la mano y agarrar la fruta o tomar a una hembra con las dos. …lo que daría por volver a su valle. Pero está muy ocupado. Le llaman para embarcar: Ad’n es de los pocos elegidos que no perecerán en la Tierra y terraformarán Marte para iniciar allí un nuevo futuro con promesas de felicidad. Sí, he dicho bien, de felicidad. Actualmente se conoce a sus hijos como la langosta galáctica. El dinero
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