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En cuanto fue aclamado emperador por las legiones de su padre, Constantino se lanza a una compleja serie de guerras civiles en las que Majencio, hijo de Maximiano, se rebela en Roma. Con la ayuda de su padre, suprimió a Severo, quien había sido proclamado augusto de Occidente por Galerio y luego fue reemplazado por Licinio. Cuando Maximiano fue rechazado por su hijo, se unió a Constantino en la Galia, solo para traicionarlo y acabar asesinado u obligado a suicidarse en 310.
Constantino, quien en 307 se había casado legalmente con Fausta, hija de Maximiano y hermana de Majencio, invadió Italia en 312 y después de una rápida campaña de derrotó a su cuñado Majencio en el Puente Milvio a las afueras de Roma.
Luego confirmó una alianza que ya había celebrado con Licinio que sucedió al difunto Galerio el año anterior. Constantino se convirtió en augusto de Occidente y Licinio compartió Oriente con su rival Maximino. Licinio derrotó a Maximino y se convirtió en el único emperador de Oriente, pero perdió territorio en los Balcanes ante Constantino en 316. Después de un nuevo período de tensión, Constantino atacó a Licinio en 324, derrotándolo en Adrianópolis y Crisópolis (actualmente Edirne y Üsküdar en Turquía) y convirtiéndose en el único emperador de Oriente y Occidente.
Una vez alcanzado el poder, tocaba poner en marcha su nueva organización con la que controlar ideológica y económicamente un imperio más empobrecido que nunca. Solo quedaban algunos flecos que cerrar, como el problema sucesorio. Su hijo Crispo al que nombró César de Occidente y fue clave en su victoria contra Licinio era ilegítimo, como lo había sido él mismo ya que Helena Constantina era concubina de Constancio I Cloro. Pero él había alcanzado el poder por las armas y tener un primogénito ilegítimo pondría su legado en peligro a su muerte, en cuanto surgiera una facción apoyando a los hijos que tuvo con Fausta, hija y hermana de sus enemigos Maximiano y Majencio. Fausta, otra figura inconveniente al estar en posición de utilizar a sus hijos pequeños para destruir su legado.
Siguiendo los pasos de Kanishka con su Cuarto Concilio Buddhista, Constantino inaugura con un discurso en el verano de 325 el I Concilio de Nicea, donde congrega a algo más de 250 participantes. El objetivo de Constantino es consolidar una doctrina que agrupara a la totalidad o, en su defecto, a una mayoría sólida de los congresistas. Constantino era consciente que tolerar disidencias fueron la causa de la decadencia por la que atravesaba el imperio indio.
El principal protagonista, Arrio de Alejandría, será quien defienda la ponencia oficial fruto del trabajo de Eusebio de Cesarea durante todos estos años. Sin embargo, otros dos miembros de la Iglesia de Alejandría, Alejandro con el apoyo de Atanasio, un pendenciero sin escrúpulos quien será su sucesor, que eran hostiles a Arrio, buscaron una nimia diferencia teológica con la que acabar con su enemigo y lograr incluso su excomunión.
La diferencia residía en la naturaleza del Hijo en su relación con el Padre. Mientras la postura oficial mantenía que había sido creado de la nada, y por lo tanto tenía un principio, Alejandro y Atanasio sustentaban que el Hijo había sido “engendrado” por el Padre desde su propio ser, y por lo tanto no tenía principio.
Constantino expresó su opinión de que esta disputa solo se explicaba por el aburrimiento y las ganas de pelea. Que el punto en cuestión era tan trivial que podría resolverse sin dificultad. Su optimismo no estaba justificado: ni dos cartas ni el propio Concilio de Nicea, en el que Constantino obligó a aceptar sus conclusiones, fueron suficientes para resolver una disputa en la que los participantes eran totalmente intransigentes en diferencias ideológicas muy sutiles.
Dicho de otro modo: el Verbo (Jesús) y la Acción de Dios (Espíritu Santo) eran cualidades de Dios surgidas a partir de Dios, o eran también Dioses preexistentes al mismo nivel que el Padre, porque así se iban nada menos que a tres dioses, en contra del postulado inicial de un Dios Único.
Y no fue poca la cosa, porque se demostró que esta discrepancia será la semilla de decenas de herejías en siglos posteriores e incluso origen de una futura religión, el Islam.
Eusebio de Cesarea acabó aceptando todas las conclusiones del Concilio reconociendo todo el credo. El número inicial de obispos que apoyaban a Arrio era pequeño. Después de un mes de discusión, el 19 de junio, solamente quedaban dos: Theonas de Marmárica en Libia y Segundo de Ptolemais. Maris de Calcedonia, que inicialmente apoyó el arrianismo, aceptó el credo completo. Del mismo modo que Eusebio de Nicomedia, Theognis de Niza también estuvo de acuerdo, excepto por ciertas afirmaciones. El concilio se pronunció entonces contra los arrianos por abrumadora mayoría, pues solo Theonas y Segundo rechazaron firmar el símbolo niceno y fueron -junto con Arrio- desterrados a Iliria y excomulgados.
También se acordó las fechas de celebración de la Pascua, la fiesta más importante del calendario eclesiástico.
La supresión del cisma meleciano fue otra cuestión importante que se presentó ante el concilio de Nicea. Se resolvió que Melecio de Licópolis permaneciera en su propia ciudad de Licópolis en Egipto, pero sin ejercer la autoridad o el poder para ordenar nuevo clero. Se le prohibió entrar en los alrededores de la ciudad o entrar en otra diócesis con el propósito de ordenar. Melecio conservó su título episcopal, pero los eclesiásticos ordenados por él debían recibir nuevamente la imposición de manos, ya que sus ordenaciones fueron consideradas como inválidas. Los melecianos se unieron a los arrianos y causaron problemas hasta que se extinguieron a mediados del siglo V.
Entre otras decisiones, se procedió a organizar la Iglesia en patriarcados y diócesis, otorgándose el mismo rango a las sedes patriarcales de Roma, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, cuyos titulares recibieron el nombre de arzobispos.
A pesar de esta victoria inicial nicena de los trinitarios frente a los unitarios oficiales, Eusebio con el apoyo de Constantino maniobrará para restituir la oficialidad. De hecho, durante más de 40 años después de la muerte de Constantino, el arrianismo fue en realidad la ortodoxia oficial del Imperio Romano de Oriente.
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