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Si las conquistas de Alejandro Magno crearon una esfera helenista abierta, la expansión de Roma y su enorme Imperio acabó de completar el proceso. A partir de entonces, todos los centros culturales se acercaron, y el tránsito desde el extremo oriental al occidental resultó más fácil y rápido. Este mundo emergente abrió una nueva perspectiva para la propagación del judaísmo. En su punto álgido, entre un 7 y 8 por 100 de los habitantes del Imperio profesaban el judaísmo. La palabra «judío» dejó de señalar al pueblo de Judea para incluir a las masas de prosélitos y de sus descendientes.
En la cima de la expansión del judaísmo, a principios el siglo II, Dión Casio describió esta significativa evolución histórica afirmando: «No sé cómo se llegó a darles este título [judíos], pero también se aplica a todo el resto de la humanidad, aunque sea una raza foránea, que adopta sus costumbres».
La primera mención del judaísmo en los documentos romanos tiene que ver con la conversión, y algunas de las referencias a judíos que no eran habitantes de Judea abordan este tema clave. Si ocasionalmente estalló la hostilidad hacia los judíos, se debió principalmente a su predicación religiosa. Los romanos eran, por lo general, típicos politeístas, tolerantes hada otras creencias y el judaísmo era legal (religio licita). Pero no entendían la exclusividad del monoteísmo y todavía menos la urgencia de convertir a otros pueblos y llevarlos a abandonar las creencias y costumbres que habían heredado. Durante mucho tiempo, la conversión al judaísmo no era ilegal, pero era evidente que los conversos rechazaban a los dioses del Imperio, y esto se percibía como una amenaza para el orden político existente.
De acuerdo con Valerio Máximo, un contemporáneo de Augusto, ya en el año 139 aEC judíos y astrólogos fueron deportados a sus lugares de origen porque intentaron «infectar las costumbres romanas con el culto a Júpiter Sabacio». Éstos eran los tiempos en los que la dinastía asmonea estaba consolidando su dominio en Jerusalén y, en el año 142 aEC, Simón, hijo de Matatías, envió una misión diplomática a Roma, buscando formar una alianza. El monoteísmo judío estaba comenzando su expansión y estaba adquiriendo confianza y un sentido de superioridad frente al paganismo.
No se sabe de dónde vinieron estos predicadores judíos, y hay diferentes opiniones sobre el término «Júpiter Sabacio». Quizá fue un sincrético culto judío-pagano, pero es más probable que «Júpiter» significara Dios, y «Sabacio» fuera una corrupción de Sabbath.
El gran erudito romano Varro identificó a Júpiter con el dios judío y concluyó, con incisiva lógica latina: «No importa cuál sea el nombre por el que se le llame siempre que se entienda la misma cosa».
Esta no fue la única expulsión de Roma por causa del proselitismo. En el año 19, durante el reinado del emperador Tiberio, los judíos, así como los seguidores de algunos otros dioses, fueron exiliados de la capital, esta vez en grandes números. Tácito anotó en sus Anales que «4.000 libertos que estaban infectados por esas supersticiones y que estaban en edad militar debían ser conducidos a la isla de Cerdeña. El resto debía abandonar Italia, a no ser que, antes de una fecha determinada, repudiara sus ritos impíos». Descripciones similares las ofrecen otros historiadores. Suetonio señaló que «aquellos de los judíos que estaban en edad militar fueron destinados a las provincias o a climas menos saludables, aparentemente para servir en el ejército; el resto de la misma raza o de creencias similares fueron desterrados de la ciudad». Dión Casio señaló más tarde: «Ya que los judíos estaban acudiendo a Roma en grandes cantidades y estaban convirtiendo a muchos de los nativos a sus costumbres, Tiberio desterró a la mayoría de ellos». Josefo, en Antigüedades de los judíos, dio vida a la historia con una anécdota sobre cuatro judíos que convencieron a una noble conversa, una tal Fulvia, para que diera dinero para el Templo y que después se lo guardaron en el bolsillo. Tiberio se enteró y decidió castigar a todos los creyentes judíos de Roma.
Dión Casio escribió que Claudio, conocido por favorecerles, no expulsó a los judíos, «que de nuevo habían aumentado en tal cantidad que por razón de ello hubiera sido difícil excluirlos de la ciudad sin provocar un tumulto; no los echó, pero les ordenó que siguieran el modo de vida prescrito por sus costumbres ancestrales y que no se reunieran en gran número».
Ya hemos visto que Cicerón señaló la gran presencia de creyentes judíos en Roma en el siglo I aEC, y se sabe que muchos seguidores de Yahveh tomaron parte en el funeral de Julio César. Así que está bien recordar que este importante proceso existió mucho tiempo antes de la guerra del año 70, y no tiene nada que ver con las imaginarias «expulsiones en masa» de Judea después de la caída del reino y de la rebelión de Bar Kokhba. Muchas fuentes romanas indican que esta presencia se debió a la propagación de la religión judía.
Cuando la velocidad de conversión al judaísmo aumentaba, lo mismo sucedía con la intranquilidad del gobierno y el resentimiento por parte de muchos intelectuales latinos.
El gran poeta romano Horacio hizo una humorística referencia al impulso misionero judío en uno de sus poemas: «Igual que los judíos, nosotros los poetas os obligaremos a uniros a nuestro numeroso partido». El filósofo Séneca pensaba que los judíos eran un pueblo maldito, porque «las costumbres de esta detestable raza han ganado tal influencia que ahora se los recibe en todo el mundo. Los vencidos han dado leyes a sus vencedores».
El historiador Tácito, que no era un amante de los judíos, fue incluso más mordaz sobre los conversos al judaísmo:
«Los más degenerados de otras razas, desdeñando sus creencias nacionales, les llevaron donaciones y regalos. Esto aumentó la riqueza de los judíos. Adoptaron la circuncisión como señal de diferencia de otros hombres. Aquellos que se pasaron a su religión adoptaron esa práctica, y fueron inculcados en esta primera lección: despreciar a todos los dioses, renegar de su país e ignorar a padres, hijos y hermanos».
Décimo Junio Juvenal, el autor de Las sátiras, escritas a principios del siglo II, era especialmente sarcástico. No ocultó su disgusto ante la oleada de judeización que arrasaba entre muchos buenos romanos, y ridiculizaba el proceso de conversión que se había hecho popular en su época:
«Algunos que han tenido un padre que reverencia el Sabbath no veneran a otra cosa que las nubes, y la divinidad de los cielos, y no ven ninguna diferencia entre comer carne de cerdo, de la que su padre se abstenía, o comer carne de un hombre, y con el tiempo se someten a la circuncisión. Habiendo sido llevados a desobedecer las leyes de Roma, aprenden y practican y reverencian a la ley judía, y todo lo que Moisés consignó en su libro secreto, prohibiendo señalar el camino a nadie que no siguiera los mismos ritos, y conduciendo solamente a los circuncidados a la deseada fuente. De todo ello habría que culpar al padre, que cada siete días se entregaba a la holgazanería, manteniéndose aparte de todas las preocupaciones de la vida».
A finales del siglo II el filósofo Celso, a medida que las conversiones fueron aumentando y se abandonaban las viejas religiones, se mostró abiertamente hostil hacia las masas proselitizadas, manifestando: «Si en esos aspectos los judíos eran muy cuidadosos para conservar su propia ley, no hay que culpabilizarlos a ellos por hacerlo así, sino a aquellas personas que han olvidado sus propias prácticas y han adoptado las de los judíos».
Este fenómeno de masas irritó a las autoridades de Roma e inquietó a buena parte de los más destacados intelectuales de la ciudad. Los disgustó porque el judaísmo se convirtió en seductor para amplios círculos. Todos los elementos conceptuales e intelectuales que contribuirían al atractivo del futuro cristianismo y su triunfo final estaban ya presentes en este pasajero triunfo del judaísmo. Los romanos tradicionales, conservadores, sintieron el peligro y manifestaron su preocupación de varias maneras.
La crisis de la cultura hedonista, la ausencia de una creencia integradora en los valores colectivos y la corrupción que infectaba la administración del gobierno imperial parecían pedir sistemas normativos más estrictos y un marco ritual más firme, y la religión judía cumplía estas necesidades. El descanso del Sabbath, el concepto de recompensa y castigo, la creencia en una vida posterior y, por encima de todo, la trascendental esperanza en la resurrección fueron características tentadoras que llevaron a mucha gente a adoptar la creencia en el dios de los judíos.
Además, el judaísmo también ofrecía un raro sentimiento comunal del que parecía carecer la propagación del mundo imperial, con sus corrosivos efectos sobre las viejas identidades y tradiciones. No era fácil seguir el nuevo conjunto de mandamientos, pero unirse al pueblo elegido, a la nación sagrada, también proporcionaba un precioso sentido de distinción, una verdadera compensación por el esfuerzo.
Hay evidencias de que el judaísmo también se estaba haciendo popular entre las clases bajas urbanas, así como entre soldados y esclavos libertos. Desde Roma, el judaísmo se desbordó hasta las regiones de Europa que habían sido anexionadas al Imperio romano, como las tierras eslavas y germanas, el sur de la Galia y España.
El papel fundamental de las mujeres en la proselitización puede indicar un especial interés femenino por los aspectos personales de las leyes de la religión, tales como las primeras normas de higiene personal, que se preferían frente a las habituales costumbres paganas. Posiblemente también se debió al hecho de que las mujeres no tenían que someterse a la circuncisión, que era un difícil requisito que disuadía a muchos posibles conversos varones.
En el siglo II, después de que el emperador Adriano hubiera prohibido la circuncisión, Antonino Pío, su sucesor, permitió a los judíos que circuncidaran a sus hijos, pero prohibió que lo hicieran a varones que no eran hijos de judíos. Junto al aumento de los conversos, ésta fue otra razón para que hubiera una creciente categoría de «temerosos de Dios», probablemente una adaptación del término bíblico «temerosos de Yahveh» (sebomenoi en griego; metuentes en latín).
Los «temerosos de Dios» eran semiconversos, gentes que formaban amplias periferias alrededor de la comunidad judía, tomaban parte en sus ceremonias, asistían a las sinagogas pero que no cumplían todos los mandamientos. Josefo los menciona en varias ocasiones y describe a la mujer de Nerón como una temerosa de Dios. El término también se puede encontrar en muchas inscripciones existentes en sinagogas, así como en catacumbas romanas.
Los judíos, gracias a los contactos entre las diversas comunidades dispersas, fueron el grupo más capaz para introducir la idea del comercio internacional. Los judíos comerciaban desde Hispania hasta la China. Políglotas, hablaban las lenguas necesarias para las travesías y, junto con los sabios judíos de diversas disciplinas, su presencia era alentada como un factor importante en el desarrollo económico.
Los vínculos que desarrollaron se basaron en el sistema de que se podían transferir deudas y órdenes de pago. Con ello dieron un impulso formidable al crédito y el comercio. A diferencia del derecho romano, la ley judía aceptaba la transmisión de deudas de una persona a otra. No arbitrariamente escribe Montesquieu en El Espíritu de las Leyes (1748) que los judíos inventaron la letra de cambio.
En los albores del siglo IV, las florecientes comunidades judías se extendían por todo el imperio y su éxito será la clave de su maldición.
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