Cuando, por lo que sea, vienes a caer en el “buddhismo”, lo primero es que te invitan a pertenecer a un club. Los hay de todos los colores: negro, amarillo, naranja… Cada uno de esos clubs tiene sus jugadores legendarios y en ellos te enseñan lo estupendísimos que son, las jugadas magistrales que recuerdan (solo ellos), y que los jugadores en plantilla siguen fieles a aquéllos que ganaron todo lo ganable. Y, a pesar de la extrema competitividad entre ellos, todos se llevan bien. Al final son parte de la misma liga profesional: el que entra en el buddhismo necesariamente termina afiliado a un club, y no nos vamos a pegar por nadie, no?. Los clubs te hacen un forofo. Te obligan a pensar en bobadas que te obligas tú mismo a creer, mientras tu razón piensa que sigues en otra Iglesia pero más in. Y te cobran por enseñarte a jalear los eslóganes con los que animan a sus jugadores. Y a apoyarles, como no, con ayudas materiales y con adhesión. Mucha adhesión. Los clubs se llaman entre sí “escuelas” y dicen practicar el “buddhismo”. Al final, ahí te ves: jaleando a este o a aquel club. Con tus inciensos, figuritas, namastés y mandalas de colores, todo con su precio colgando. Y así te las pasas. Y como ves a todos a tu alrededor haciendo lo mismo sólo piensas que se trata de ésto y tu club es mucho mejor que los todos los demás. ¿Nadie te dijo que, como el fútbol, el buddhismo trata sólo de agarrar un balón y darle patadas?. Solo eso. Patadas a un balón. Dejarlo todo, bajar a la calle y darle patadas a un balón. ¡Qué complicación! Y tú mientras, en tribuna con tu banderita con los colores de tu club, aplaudiendo mientras te hacen cantar a coro “La Compasión es la Iluminación, Namasté, Namasté”… esperando que te caiga del cielo, que para eso pagas.
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